Las desapariciones de Ayotzinapa: La prueba definitiva para Peña Nieto

“¡No tenemos armas! […] ¡No disparen! […] ¡Ayúdenlo, ayúdenlo, por favor!”

Estas tres conmovedoras frases son repetidas una y otra vez, a gritos, por varias voces jóvenes claramente asustadas.

Las temblorosas imágenes grabadas con un teléfono celular la noche del 26 de septiembre de 2014 en la ciudad mexicana de Iguala, en el violento estado de Guerrero, muestra algunas de las agresiones que sufrieron casi 100 estudiantes antes de que 43 de ellos desaparecieran sin dejar rastro.

En los 365 días transcurridos desde esa trágica noche, se ha destapado la situación real de los derechos humanos en México. Lo que ha quedado al descubierto es un país marcado por la violencia y el horror.

Personas que se evaporan sin más, fosas comunes llenas de huesos tan pequeños que es imposible someterlos a pruebas de ADN y cadáveres desmembrados en casas abandonadas son ya tan habituales que apenas llegan a las portadas de los periódicos.

Personas que se evaporan sin más, fosas comunes llenas de huesos tan pequeños que es imposible someterlos a pruebas de ADN y cadáveres desmembrados en casas abandonadas son ya tan habituales que apenas llegan a las portadas de los periódicos.

Erika Guevara-Rosas, directora del Programa Regional para América de Amnistía Internacional.

Pero la tragedia de Ayotzinapa, como se conoce en referencia a la escuela rural de donde procedían los estudiantes desfavorecidos, es diferente.

Probablemente como nunca antes en la penosa historia de este populoso país, estas 43 caras han cambiado tanto la nación que ahora sería difícil caminar por cualquiera de sus ciudades o pueblos sin encontrarse con una referencia a los jóvenes.
México cambió ese 26 de septiembre.

La tragedia ha revelado una crisis de los derechos humanos de proporciones épicas, con casi 30.000 hombres, mujeres y menores desaparecidos o en paradero desconocido solamente en los últimos años. Pero más que eso, ha arrancado la máscara del gobierno mexicano al abrir una caja de Pandora de delincuencia, negligencia y encubrimiento político que parece llegar hasta los niveles más altos del poder.

Ayotzinapa ha puesto bajo la luz pública lo peor de México para que todos lo vean.

Ayotzinapa ha puesto bajo la luz pública lo peor de México para que todos lo vean.

Erika Guevara-Rosas.

Durante años y de forma repulsiva, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto ha fingido no ver las innumerables denuncias de tortura, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, culpando a la delincuencia organizada de estos problemas para simplificar una compleja red de delincuencia, corrupción y connivencia del gobierno a su mínimo común denominador.

Según esta narrativa oficial, las personas torturadas, asesinadas o sometidas a desaparición forzosa son víctimas de bandas criminales sin escrúpulos y muy poderosas, o tienen de algún modo la culpa de los abusos que sufren.

Las investigaciones sobre cualquier tipo de abuso contra los derechos humanos suelen ser tan deficientes que los exámenes de los lugares del delito son sumamente negligentes o inexistentes.

Cuando la presión aumenta, las autoridades detienen a varios sospechosos que rápidamente admiten la responsabilidad… y después denuncian que fueron torturados para que confesaran. Estas denuncias no sorprenden a nadie.

Durante años y de forma repulsiva, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto ha fingido no ver las innumerables denuncias de tortura, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, culpando a la delincuencia organizada de estos problemas para simplificar una compleja red de delincuencia, corrupción y connivencia del gobierno a su mínimo común denominador.

Erika Guevara-Rosas.

En 2013, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México dijo que había recibido 1.505 quejas de tortura y otras formas de malos tratos, un 600 por ciento más que en 2003.

Mientras tanto, reina la impunidad para los torturadores. Según datos del Consejo de la Judicatura Federal, los tribunales federales tramitaron 123 enjuiciamientos por tortura entre 2005 y 2013, de los que sólo siete desembocaron en condenas en aplicación de la legislación federal.

La tragedia ha revelado una crisis de los derechos humanos de proporciones épicas, con casi 30.000 hombres, mujeres y menores desaparecidos o en paradero desconocido solamente en los últimos años. Pero más que eso, ha arrancado la máscara del gobierno mexicano al abrir una caja de Pandora de delincuencia, negligencia y encubrimiento político que parece llegar hasta los niveles más altos del poder.

Erika Guevara-Rosas.

El sistema de justicia mexicano es tan deficiente que nadie espera ya mucho de él. Los juicios por abusos contra los derechos humanos son muy poco frecuentes, y los familiares de las personas desaparecidas esperan sumidos en la desesperanza o se ven obligados a buscar por sí mismos a sus seres queridos.

En este contexto, la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa no debería sorprender a nadie. Pero ha tocado una fibra sensible y ha obligado al gobierno de Peña Nieto a adoptar lo que sólo cabe calificar de medidas desesperadas para demostrar que está actuando realmente.

Primero fue la “verdad histórica”, cuando el procurador general de la República afirmó, el 27 de enero de este año, que la policía había detenido a los estudiantes antes de entregarlos a una conocida banda local de narcotraficantes. Por su parte, se dijo que el grupo conocido como Guerrero Unidos los había matado y había quemado sus cadáveres en un vertedero local para meter después los restos en grandes bolsas y arrojarlos en un río cercano.

El 6 de septiembre de 2015, un grupo de expertos independientes nombrados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos publicó un informe de 500 páginas que refutaba la teoría por imposible desde el punto de vista científico.

Pero las autoridades mexicanas no se tomaron en serio las críticas. Cuando se aproximaba el primer aniversario de las desapariciones, con 110 detenciones, las autoridades convocaron una conferencia de prensa para anunciar que habían encontrado restos óseos cuyo ADN correspondía a Jhosivani Guerrero de la Cruz, de 20 años, uno de los estudiantes desaparecidos.

Los expertos echaron de nuevo por tierra rápidamente el sorprendente anuncio.

Un día después, el Equipo Argentino de Antropología Forense, de fama internacional —que ha dirigido investigaciones sobre desapariciones en decenas de países, desde Argentina hasta Guatemala, pasando por los Balcanes— dijo que las probabilidades de que los restos óseos fueran de Jhosivani eran tan escasas que sólo cabía calificar la “prueba” de “poco concluyente”.

Las teorías y pronunciamientos del gobierno mexicano pronto se derrumbaron como un castillo de naipes, y el mundo se preguntó por las intenciones reales que había detrás. Si el gobierno podía demostrar que los estudiantes habían sido asesinados, el caso se podría cerrar rápidamente.

La presión sobre el manejo de las investigaciones aumenta y la única vía que les queda a las autoridades mexicanas es demostrar, no que están tomando algún tipo de medida, sino que se toman en serio la tarea de averiguar lo que les ocurrió a los 43 estudiantes y garantizar que no vuelve a ocurrir jamás. Aún no es demasiado tarde para que levanten las manos, reconozcan los graves errores cometidos hasta la fecha y reconduzcan las investigaciones sobre las desapariciones.

No hacer nada sólo servirá para hundir aún más al gobierno de Peña Nieto en la sospecha.

El presidente y su gobierno fueron una vez aclamados como la esperanza del país, pero ahora tratan desesperadamente de aferrarse a cualquier rastro de credibilidad. El primer paso crucial para recuperar esta confianza es responder a una pregunta sencilla: ¿dónde están los 43 estudiantes de Ayotzinapa?

El presidente y su gobierno fueron una vez aclamados como la esperanza del país, pero ahora tratan desesperadamente de aferrarse a cualquier rastro de credibilidad. El primer paso crucial para recuperar esta confianza es responder a una pregunta sencilla: ¿dónde están los 43 estudiantes de Ayotzinapa?

Erika Guevara-Rosas.

Una versión de este artículo de opinión se publicó en The Guardian