Jean-Marie Simon vivió y trabajó como reportera gráfica en Guatemala entre 1980 y 1988, un periodo de violencia y brutalidad extremas en el país. Recientemente, Jean-Marie ha donado 1.000 ejemplares de su libro Guatemala: Ethernal Spring, Ethernal Tyranny (Guatemala: Eterna primavera, eterna tiranía) a escuelas y universidades de Guatemala para mantener viva la verdad de lo sucedido.Aquí habla de su vida y su trabajo en uno de los momentos más peligrosos de la historia guatemalteca.
Guatemala es engañosa. Sé que la gente piensa que, en la década de los ochenta, era una zona de guerra.
Pero la sensación en el país era muy diferente. Sabías que pasaban cosas, y es cierto que al llegar a la capital veías soldados por todas partes, pero no había nada parecido a barricadas en las calles principales, atentados con coches bomba, perímetros de seguridad y gente corriendo con chalecos antibalas.
En la ciudad de Guatemala, el ejército actuaba selectivamente contra líderes estudiantiles, sindicalistas y profesores universitarios. Los capturaban de uno en uno o en grupos reducidos. De hecho, creo que el uso transitivo del verbo “desaparecer” surgió por primera vez en Guatemala ya en la década de 1960.
La conferencia de prensa en la que se anunció el golpe de Estado en 1982 fue más dramática que el propio golpe en términos de imágenes. Ahí estaba Ríos Montt gesticulando sin parar, diciendo: “Ya no habrá más cadáveres en las cunetas, a partir de ahora mataremos legalmente”, vestido con su uniforme militar de camuflaje y flanqueado por sus dos subordinados.
Lo llamativo en realidad de esos primeros días tras el golpe era la sensación de euforia y alivio. Hubo una gran concentración de personas en el parque situado frente al Palacio Nacional, y la gente ondeaba carteles que decían “creemos en el ejército” o “queremos la paz”, porque la represión urbana con el gobierno anterior, presidido por Lucas García, había sido tan intensa que la gente pensaba –resultó que erróneamente– que cualquiera, incluso otro militar, por fuerza tenía que ser mejor que lo sufrido con anterioridad.
De hecho, Amnistía Internacional publicó en 1981 un documento que yo considero fundamental, titulado Guatemala: Programa gubernamental de asesinatos políticos, en el que realmente lo contaba todo sobre Guatemala durante el régimen de Lucas García; por tanto, los primeros días de Ríos Montt fueron sin duda de absoluta felicidad, y lo que vino después, como sabemos, fue una progresión de la represión, tanto en la capital como en el medio rural.
En el medio rural hubo una escalada de las matanzas con el gobierno de Ríos Montt.
Era una época pretecnológica en muchos aspectos. No existía la fotografía digital, los aparatos de fax aún estaban en ciernes. Prácticamente no había teléfonos móviles; por tanto, con Ríos Montt, cuando sucedía algo en el medio rural, la noticia no se difundía, a veces durante días, semanas o incluso meses.
Es importante recordar quiénes fueron los verdaderos héroes de esta guerra. No fuimos nosotros, no fueron los extranjeros. Nosotros disponíamos de muchísima protección que la población local no tenía.
Yo estaba rodando un documental con un equipo de filmación finlandés y nos desplazamos hasta Nebaj, que está a unas siete horas de viaje desde la ciudad de Guatemala. Otto Pérez Molina, actual presidente de Guatemala, era por entonces el comandante de la base militar de Nebaj, y la zona era conocida como el “vórtice de la guerra”.
La ciudad estaba totalmente ocupada por el ejército, al igual que varias decenas más de comunidades. Soldados armados ocupaban la plaza principal, el campanario; habían tomado el convento y la casa del párroco de la localidad, las monjas y los sacerdotes habían huido uno o dos años antes.
Era el Día de la Independencia y había un desfile en el centro de la ciudad.
En un momento dado, un hombre se acercó a nosotros. Era maestro de escuela allí y nos preguntó si estábamos con el Departamento de Estado o la CIA. Al responderle que no, explicó que quería contarnos algo pero que no podía hacerlo allí porque el sitio estaba plagado de soldados, muchos de ellos vestidos de civil.
Quedamos en reunirnos con él unas horas más tarde en las afueras de la ciudad y lo filmamos de espaldas a la cámara mientras nos contaba que había presenciado una masacre a principios de abril de ese año, sólo dos o tres semanas después del golpe de Ríos Montt.
Estaba dando clases en Acul, localidad cercana a Nebaj, cuando el ejército se presentó y reunió a todos los hombres que había en el lugar. Los militares los dividieron arbitrariamente en dos grupos que representaban el cielo y el infierno y a continuación mataron a la mitad que habían “enviado al infierno”; después ordenaron a los que se habían salvado, entre los que estaba el maestro que habló con nosotros, que enterraran los cadáveres de sus paisanos.
“Así es la nueva ley de Ríos Montt”, les dijeron.
La guerra terminó, se firmaron los acuerdos de paz, y 30 años después muchas personas encuentran algún consuelo contando su historia.
¿Cómo anticipar un futuro político y social saludable para un país donde no se ha cerrado una herida así? Decenas de miles de personas han perdido a sus seres queridos y no han recibido explicación alguna; ni siquiera han podido localizar sus cadáveres y se espera de ellos que pasen página.
Yo seguiría obsesionada, pensaría cada día en el crimen que alteró para siempre mi vida y la de mi familia, y que no se ha resuelto. Porque, aunque se hayan dictado fallos condenatorios contra unos cuantos jefes militares, sólo representan la punta del iceberg.
Tras mi experiencia en Guatemala, diría que recuerden quiénes son los héroes.
Es tan fácil olvidar el origen de cómo nos fue posible realizar nuestro trabajo, y lo cierto es que tuvimos acceso a estos acontecimientos -para hacer un documental, tomar fotografías o recopilar información- solamente porque alguien arriesgó la vida en Guatemala para enseñarnos algo que quería que el resto del mundo viera.
Creo que debemos mantener el foco en los guatemaltecos que arriesgaron la vida en ese decenio y en muchos a los que nunca se ha reconocido ese mérito; para mí es lo más importante.
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