Actores armados afines al Estado atacaron, amenazaron, secuestraron y ejecutaron extrajudicialmente a disidentes y activistas y a sus familias, lo que impulsó a quienes sobrevivieron a huir para esconderse. Las autoridades iraquíes practicaron detenciones e incoaron procesamientos por algunos de estos ataques, pero decenas de personas continuaban desaparecidas. El Gobierno Regional del Kurdistán reprimió la disidencia y condenó a activistas y periodistas en virtud de leyes sobre seguridad nacional y ciberdelincuencia por actos relacionados con la libertad de expresión. Fuerzas de seguridad y de inteligencia del Gobierno Regional del Kurdistán dispersaron de forma violenta y detuvieron a manifestantes pacíficos. Las medidas para contener la COVID-19, unidas a las sequías, afectaron negativamente al bienestar económico de la población iraquí. Actores armados siguieron dificultando el acceso de las personas internamente desplazadas a sus derechos humanos, y las autoridades iraquíes cerraron todos los campos excepto dos y sometieron a miles de ellas a desplazamiento secundario y castigo colectivo. La violencia por motivos de género aumentó de forma notable durante la pandemia, y las autoridades centrales y regionales no abordaron la protección de las mujeres y las niñas en el hogar. El grupo armado Estado Islámico siguió atacando y matando a civiles y miembros de las fuerzas de seguridad iraquíes en el norte y el centro de Irak. Los tribunales de Irak continuaron dictando condenas a muerte por una variedad de actos delictivos y se llevaron a cabo ejecuciones.
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