Denunciar la injusticia o unirse a una marcha de solidaridad son algunas de las pocas herramientas de las que disponemos —al igual que personas de todo el mundo— para intentar cambiar las cosas. Sin el derecho a protestar de forma pública y pacífica —de difundir mensajes en las redes sociales, escribir cartas y firmar peticiones— se nos silencia.
Y aun así, en el último mes, las iniciativas de varios gobiernos europeos para reprimir la expresión y las protestas ante la violencia sin precedentes en Israel y los Territorios Palestinos Ocupados parecen pensadas para hacer precisamente eso: amordazar la disidencia, negar el duelo colectivo, fomentar el miedo a alzar la voz y crear un efecto inhibidor que amenaza con parar la libre expresión en seco.
Las autoridades de varios Estados europeos han prohibido protestas de solidaridad con el pueblo palestino y han hostigado y detenido a quienes expresan —en público y en Internet— su apoyo a los derechos de éste. Hay gobiernos que han amenazado con clausurar organizaciones y grupos que defienden los derechos humanos de la población palestina y con bloquear la financiación a organizaciones de derechos humanos palestinas, israelíes y regionales.
Se ha advertido a personas extranjeras de que podrían ser deportadas por expresar “ideologías radicales”, y las autoridades han apoyado medidas de entidades empleadoras de despedir a quienes se expresen en favor del pueblo palestino. Se ha alentado a escuelas y universidades a estar muy alerta ante señales de lo que califican de “extremismo” en las expresiones del alumnado.
Afirmando inicialmente que las restricciones eran necesarias en interés del “orden público”, los gobiernos europeos han empezado a emplear un truco que hemos visto antes: mezclan el apoyo a los derechos humanos de la población palestina con el apoyo al terrorismo. Dado que no existe una definición universalmente aceptada de “terrorismo”, cada Estado usa la suya, normalmente en términos excesivamente generales y muy poco precisos, lo que ha desembocado en el uso abusivo masivo de la legislación antiterrorista en todo el mundo. La era posterior al 11 de septiembre de 2001 abundó —y sigue abundando— en medidas antiterroristas y contra el extremismo que han reducido radicalmente el espacio de la sociedad civil, incluidos los derechos a la libertad de expresión y de reunión.
La rapidez con la que esto está sucediendo en Europa —tanto en la Unión Europea como a nivel nacional—, parece indicar que, en el impulso de responder a los brutales ataques de Hamás en el sur de Israel del 7 de octubre, los Estados sencillamente se han “extralimitado”.
Pero yo diría que el acto de mezclar Hamás con la población palestina, Hamás con grupos armados claramente diferentes como el Estado Islámico, y toda la población musulmana con el terrorismo es deliberado y tiene como fin generar alarma y confusión. Esta forma de sembrar el miedo tiene un resultado lógico: la población será reacia a defender los derechos humanos de la población palestina.
En medio de todo ese miedo e incertidumbre, es mejor no decir nada.
Al imponer medidas que vinculan las expresiones de solidaridad con la población palestina expresamente con la apología del terrorismo o la incitación a éste, los Estados han ido más allá de la ya dudosa afirmación de que las protestas pueden ser una amenaza para el orden público para afirmar que podrían serlo para la seguridad nacional. De este modo, las autoridades pueden intentar usar una “exención” fácil de sus obligaciones contraídas en virtud del derecho internacional de los derechos humanos, ya que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos confiere a los Estados un amplio “margen de apreciación” en materia de seguridad nacional.
Aun así, los Estados tienen que justificar las medidas que se desvíen de sus obligaciones en materia de derechos humanos consagrándolas en la ley y garantizando que cada medida es necesaria y proporcionada. Pero, concretamente, invocar el apoyo al terrorismo como amenaza para la seguridad nacional crea espacio e impulso para subordinar los derechos a presuntos imperativos de seguridad.
Este discurso incipiente de muchos Estados europeos es contrario a sus obligaciones en materia de derechos humanos. La incitación directa a la violencia, con la probabilidad de que pueda producirse dicha violencia, es un delito y debería ser tratado en consecuencia. Cualquier forma de discurso que incite a las personas a la violencia, la discriminación o la hostilidad debería considerarse discurso de odio y quienes lo usan deberían rendir cuentas.
De hecho, el último mes ha incluido un aumento muy real y aterrador tanto de ataques antisemitas como islamófobos. Los Estados deberían encaminar sus esfuerzos a combatir el discurso de odio y los crímenes de odio reales en lugar de prohibir o restringir las protestas u otras formas de solidaridad con los derechos humanos de la población palestina. Las expresiones que persuadan a un gobierno para que tome medidas o que fomenten o exijan que las tome no son delito, por ofensivas que las consideren algunas personas.
El apoyo a los derechos humanos de la población palestina sometida al bombardeo, el apartheid y la ocupación en curso de Israel, y a los abusos cotidianos que éstos conllevan, es apoyo a unos derechos humanos universales, aplicables a todas las personas, incluidas las palestinas y las israelíes. Las leyes que incluyen expresiones poco precisas como “apología del terrorismo” o “enaltecimiento del terrorismo” están abiertas a una interpretación tan general que no pueden perfeccionarse para alinearse con la obligación de los Estados de respetar y proteger la libertad de expresión. La tendencia predominante en Europa en la que los Estados usan leyes antiterroristas como pretexto para silenciar las opiniones disidentes debe parar.
Los Estados pueden salirse con la suya definiendo “terrorismo” de una forma muy general e instrumentalizando la idea de lo que constituye una amenaza para la “seguridad nacional”. Una amenaza a la seguridad nacional debe conllevar un peligro real de fuerza física que ponga en peligro la nación.
Los Estados europeos disponen de numerosas herramientas para responder a este tipo de amenazas extremas cuando son reales. Afirmar que las protestas pacíficas constituyen una amenaza de este tipo es una violación de derechos humanos y una instrumentalización peligrosa de las facultades que confiere la legislación antiterrorista.
Julia Hall, experta de Amnistía Internacional en antiterrorismo y derechos humanos en Europa
Este artículo fue publicado originalmente por EU Observer aquí.
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