Liu Xiaobo, un hombre que decía la verdad al poder

“¿Creen que ahora el gobierno chino lo dejará libre?”. En el frío punzante de una noche de diciembre en Oslo, se hacía una y otra vez la misma pregunta. Yo acababa de asistir a la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz 2010 a Liu Xiaobo, el defensor de los derechos humanos y crítico literario encarcelado que no dejaba de incordiar al gobierno chino.

Tachada vehementemente de “farsa” por el gobierno chino, la ceremonia había sido un emotivo tributo a una verdad bien sencilla: las palabras no son delito. Como el mismo Liu Xiaobo había dicho al tribunal un año antes, la libertad de expresión era “el fundamento de los derechos humanos, la fuente de la humanidad y la madre de la verdad.” El tribunal lo condenó a 11 años de cárcel.

Durante toda su vida, Liu Xiaobo dio muestra de una firme determinación de decir la verdad al poder, a sabiendas totalmente del coste personal que podría acarrearle.

Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional

Aunque me parecía alentador que el mundo estuviera rindiendo tributo a su valentía, sabía también que la verdadera batalla no había hecho más que empezar: ¿iba la comunidad internacional a ejercer presión suficiente sobre las autoridades chinas como para persuadirlas de dejar en libertad a Liu Xiaobo?

¿O siquiera de sacarlo de la sombría prisión del noreste de China donde cumplía condena y someterlo a alguna forma de arresto domiciliario? Así podría estar con su esposa, Liu Xia, y ser atendido por un médico de su elección.

Durante toda su vida, Liu Xiaobo dio muestra de una firme determinación de decir la verdad al poder, a sabiendas totalmente del coste personal que podría acarrearle. Por este motivo, seguirá sirviendo de inspiración para millones de personas de todo el mundo que luchan por los derechos humanos para que, no sólo ellas, sino todas las demás, puedan ejercer una libertad fundamental: el derecho a hablar, debatir, criticar, denunciar injusticias y pedir cuentas a los poderosos.

Por el mero hecho de publicar ideas políticas distintas y formar parte de un movimiento democrático pacífico, un profesor perdió su derecho a enseñar, un escritor perdió su derecho a publicar y un intelectual popular perdió la oportunidad de dar charlas públicas.

Liu Xiaobo

1989 fue un punto de inflexión para el activismo político de Liu Xiaobo. Había regresado de Estados Unidos a Pekín para desempeñar una función decisiva en el movimiento en favor de la democracia. Por esta razón fue encarcelado durante dos años. Como dijo posteriormente, “por el mero hecho de publicar ideas políticas distintas y formar parte de un movimiento democrático pacífico, un profesor perdió su derecho a enseñar, un escritor perdió su derecho a publicar y un intelectual popular perdió la oportunidad de dar charlas públicas.” Lo encarcelaron otra vez, en esta ocasión en un campo de reeducación por el trabajo, entre 1996 y 1999. Luego estuvo sometido a vigilancia policial constante en su casa, en Pekín.

Sin dejarse intimidar por ello, continuó escribiendo artículos y ensayos, a menudo de tono mordaz y provocador, sumamente críticos con el sistema político de China y su historial en materia de derechos humanos, sin aprovechar las oportunidades de salir del país que se le presentaban por temor a que las autoridades no le dejaran luego regresar.

A finales de 2008, sus amistades le pidieron que se sumara a un manifiesto, conocido ahora como “Carta 08”, en el que se pedía el cambio político en China. La variedad de signatarios iniciales del manifiesto, entre ellos intelectuales notables y funcionarios jubilados, desconcertó al gobierno. Como ese mismo año había logrado acoger los Juegos Olímpicos 2008 —para lo cual había prometido hacer avances en materia de derechos humanos—, el gobierno decidió que podía imponer a Liu Xiaobo un castigo ejemplar sin granjearse demasiado la crítica internacional.

En esta última ocasión, Liu Xiaobo fue detenido en diciembre de 2008, recluido durante un año antes del juicio y condenado a 11 años de prisión por el cargo de “incitación a subvertir el poder del Estado”, la condena más severa registrada por ese cargo en ese momento.

Ya conocemos la respuesta a la pregunta de si la concesión del Nobel de la Paz iba a llevar al gobierno chino a corregir la grave injusticia que había cometido. En vez de aprovechar la oportunidad para demostrar su declarada adhesión al Estado de derecho, las autoridades, avergonzadas y desconcertadas, hicieron un esfuerzo supremo por imponer un bloqueo informativo sobre su caso.

Pusieron a su esposa, la poeta y activista Liu Xia, bajo arresto domiciliario, prohibieron a los abogados de Liu Xiaobo tomar cualquier iniciativa para conseguir su excarcelación, rechazaron todas las solicitudes presentadas por diplomáticos y observadores internacionales para visitarlo en prisión y eliminaron toda referencia a él en la red totalmente censurada de Internet a que la ciudadanía china tiene acceso.

Pero fue después de su traslado a un hospital, con cáncer de hígado muy avanzado, cuando el gobierno mostró realmente su actitud cruel y revanchista, acelerando en la práctica su muerte al negarle el deseo de recibir tratamiento en el extranjero. Las autoridades hicieron caso omiso de los dictámenes de dos especialistas extranjeros a los que se había permitido brevemente verlo a principios de julio, según los cuales Liu Xiaobo podía viajar al extranjero y debía permitírsele hacerlo.

Y a menos que el mundo se movilice ahora en torno a la demanda de que las autoridades chinas pongan fin a la persecución de que es objeto su esposa y le permitan viajar libremente, es probable que Liu Xia pase el resto de su vida bajo arresto domiciliario en casi completo aislamiento.

Aunque la historia no juzgará a Pekín con benignidad —no hay que olvidar que el único premio Nobel de la Paz muerto también bajo custodia fue Carl von Ossietzki, fallecido en 1938 en la Alemania nazi—, los gobiernos extranjeros deben cargar también con parte de la culpa. Su volubilidad a la hora de defender los derechos humanos cuando parece haber intereses económicos en juego ha fomentado la intransigencia de Pekín.

En realidad, todas las personas tenemos parte de la culpa del trágico final de Liu Xiaobo. Es una dura lección que tenemos también que recordar incluso mientras lloramos la pérdida de este gigante de los derechos humanos.