La primera vez que Lelia Pérez sintió la quemadura de la picana fue a manos de un soldado chileno. Tenía 16 años, era estudiante de secundaria y fue utilizada como conejillo de indias para que las fuerzas de seguridad de Pinochet perfeccionaran sus técnicas de tortura. Ni siquiera se molestaron en hacerle preguntas.
“Les iban enseñando a otros cómo se hace un interrogatorio, cómo se aplica la corriente, dónde, por cuánto tiempo. Les van explicando y uno está allí y le van aplicando corriente. Lo que yo primero siento en mi cuerpo es que esto no me está pasando. Tengo la impresión de que yo me miro a mí desde otro lugar. Fue brutal”, dice.
El 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet tomó el poder en Chile por la fuerza. En los días siguientes al golpe de Estado militar, cientos de personas fueron detenidas y llevadas a los dos principales estadios de la capital, Santiago.
Lelia contó a Amnistía Internacional que la detuvieron junto con 10 compañeros de clase y que los llevaron al estadio Chile (llamado actualmente Víctor Jara porque el cantante estuvo detenido allí). Allí tenían a las personas detenidas en las tribunas, con las manos atadas, mientras los soldados les apuntaban continuamente con sus ametralladoras.
“Allí perdías la idea del tiempo porque las luces estaban constantemente prendidas. La única forma de saber si era de día o noche era cuando veíamos a los guardias comer”, dice.
Mientras los detenidos miraban, los soldados construyeron unas cabinas especiales. Allí fue donde se cometieron las peores torturas. Lelia pasó cinco días en el estadio Chile. Finalmente, la liberaron sin ninguna explicación, sacándola a la calle en mitad de la noche.
“Iba con ropa de otras personas que habíamos visto que habían asesinado. Nos dejan salir muy cerca del estadio y las pocas personas que había ahí se alejaban. Era el toque de queda, la calle del estadio estaba llena de prostíbulos. Y son las mujeres trabajadoras sexuales las que nos acogen a mí, me bañan, me prestan ropa. Entré de 16 años y salí de 60.”
Esos días de horror sólo fueron el principio de una larga e increíble historia que llevó a Lelia a algunas de las peores prisiones de Pinochet. Estuvo detenida tres veces en un periodo de dos años, y en cada una de esas ocasiones los soldados del brutal régimen de Pinochet la maltrataron y torturaron.
Un país de terror Cuando Lelia salió del estadio Chile, su país estaba casi irreconocible. Pinochet había impuesto varias restricciones a los ciudadanos y se estaba deteniendo a miles de activistas sociales, enseñantes, abogados, sindicalistas y estudiantes, que eran encerrados en centros clandestinos de todo el país.
Sin arredrarse por su experiencia, Lelia se matriculó en la Universidad Técnica del Estado, conocida por su activismo político, para estudiar Historia.
Pero pagó un alto precio y su libertad duró poco.
Una noche de finales de octubre de 1975, la policía política de Pinochet llamó a su puerta una vez más. La detuvieron a ella y a su novio.
“Me hacen salir de la casa esposada. Y luego me suben a un auto, me colocan cinta adhesiva en los ojos y lentes oscuros. La cinta adhesiva era para que yo no viera a dónde me llevan y los lentes oscuros para que la gente que está en la calle no vea que tú estás así.”
A puerta cerrada El auto tardó unos 30 minutos en recorrer la distancia entre el centro de Santiago y Villa Grimaldi, una antigua casa colonial de recreo que había tomado la DINA —la policía política de Pinochet— para usarla como centro de detención y tortura.
“De ahí soy trasladada a una especie de oficina donde me toman los datos y posteriormente me llevan a una sala de interrogatorio donde tenían dispuesto una cama de dos niveles, metálica. Había un compañero que estaba siendo interrogado en el piso dos, a mí me colocan en el piso uno y a mi pareja la amarran al camarote. Ellos estaban interrogando a tres personas simultáneamente y utilizando un mismo choque eléctrico para tres personas simultáneamente en ese momento. Y comienza ese interrogatorio que terminó en la mañana antes del desayuno.”
En Villa Grimaldi se sometía a las personas detenidas a electrocución y simulacros de ahogamiento, les metían la cabeza en cubos llenos de orina y excrementos, los asfixiaban con bolsas, les colgaban de los pies o de las manos y los golpeaban. Muchas mujeres fueron violadas y para algunas personas, el castigo fue la muerte.
Para quienes estaban detenidos, la oscura y húmeda celda donde estaban encerrados era el único mundo que existía y, con el tiempo, surgió un sentimiento de comunidad.
“Cuando, por ejemplo, tú llegas después de un interrogatorio y te tiran ahí en la celda de las mujeres, te cierran la puerta y tú inmediatamente sientes que alguien viene, que te toma, que te acuesta, que te levanta la venda, que te moja un poquito los labios, porque generalmente los choques eléctricos te hacen transpirar mucho, entonces te deshidratas muy rápido, entonces tienes mucha sed.”
Se calcula que entraron en Villa Grimaldi 4.500 personas. Muchas no salieron vivas jamás y cientos de ellas siguen desaparecidas.
Lelia pasó casi todo un año en Villa Grimaldi. Luego la trasladaron a un campo de trabajo donde estuvo otros 12 meses, hasta que la obligaron a salir del país a finales de 1976.
Más de diez años después, cuando Pinochet fue destituido tras un referéndum general, regresó a Chile y a Villa Grimaldi para tratar de reconciliarse con el pasado. Ahora la casa colonial es un centro cultural para la comunidad local.
“Este lugar que era clandestino hoy es abierto, este que fue un sitio de destrucción, lo convertimos en un sitio de construcción. Este lugar que trató de asesinar ahora propugna la vida.”