Doce columnas de piedra flanquean un extremo de la plaza central de la ciudad de Guatemala, enmarcando la entrada de la imponente Catedral Metropolitana.
Constituyen un solemne monumento a los centenares de personas que murieron o desaparecieron en Guatemala durante la guerra civil, un conflicto armado que duró 36 años y se cobró la vida de unos 200.000 civiles antes de que el gobierno y las fuerzas guerrilleras firmaran un acuerdo de paz en 1996.
Aunque la mayoría de las víctimas del conflicto fueron indígenas y campesinos pobres, la represión y el miedo también invadieron las calles de las ciudades guatemaltecas. Los nombres grabados con letras doradas en las columnas del exterior de la catedral pertenecen a cientos de personas de la ciudad de Guatemala a las que mataron o se llevaron y nunca más se las volvió a ver.
Sobre todo a principios de la década de 1980, el ejército y la fuerza policial de la capital mataron o secuestraron a decenas de personas con el pretexto de sofocar la insurgencia izquierdista: la mayoría de sus objetivos fueron destacados líderes estudiantiles, sindicalistas y activistas de derechos humanos.
Un panadero en la línea de protestaJorge Humberto Granados Hernández, de 41 años, fue una de esas víctimas.
Panadero de oficio, Jorge se inició en el activismo relacionado con la justicia social y los derechos humanos a finales de la década de 1970 y principios de la siguiente. Se afilió a un incipiente sindicato de panaderos en la capital y a menudo coordinaba marchas para reivindicar mejores sueldos y respeto a los agricultores.
Fueron estas actividades las que despertaron las sospechas de las autoridades.
Jorge parecía saber que estaba marcado. Solía decirle a su esposa, Sara Poroj Vázquez: “Si algún día yo no aparezca o me secuestraran o me pasara algo, pues no me vaya a buscar, porque nunca me va a encontrar”.
Él y Sara presenciaron cómo se llevaban a otros; a principios de 1984, la policía golpeó y sacó a rastras de su casa a una joven pareja que vivía en su calle. Fue la última vez que se los vio o se supo algo de ellos.
No mucho después, el 9 de mayo de ese año, la policía vino por Jorge. Poco después de que él saliera de casa aquel día, sobre las 5.30 de la tarde, una vecina afirmó que había visto cerca de allí a unos agentes de seguridad dándole una paliza en el interior de un vehículo sin distintivos.
Esa noche, alrededor de una docena de agentes armados de la Brigada de Operaciones Especiales (BROE) de la policía registraron su domicilio, aterrorizando a Sara, la esposa de Jorge, y a sus tres hijos de corta edad. Estuvieron casi media hora en la casa, la revolvieron de arriba a abajo y se marcharon a toda prisa llevándose fotografías, alguna ropa de Jorge y unos 3.000 quetzales en efectivo (alrededor de 375 dólares estadounidenses al cambio actual).
Cuando Sara preguntó por qué registraban su vivienda, un agente de la BROE le dijo que habían recibido informes de que allí se escondían guerrilleros.
Hasta hoy no se ha revelado en ningún momento la suerte que ha corrido Jorge. Casi 30 años después, Sara sigue buscando respuestas al igual que decenas de miles de guatemaltecos.
Prácticamente durante todo ese tiempo ha trabajado con una organización llamada Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), formada por personas que reclaman justicia para sus familiares desaparecidos durante la guerra civil de Guatemala.
Batallas legalesEntre los miembros fundadores del Grupo de Apoyo Mutuo está Nineth Montenegro de García, cuyo esposo, Edgar Fernando García, también desapareció en 1984.
Además de estudiar en la Universidad de San Carlos, en la capital, Edgar trabajaba en una fábrica de vidrio en la que contribuyó a fundar un sindicato, lo que despertó las sospechas de las autoridades.
El 18 de febrero de ese año, agentes de la BROE dieron el alto en la calle a él y a un amigo. Cuando Edgar intentó huir le dispararon en las piernas y lo obligaron a subir a un vehículo policial; no se lo volvió a ver. Más tarde, varios policías registraron su casa y se llevaron sus pertenencias.
Su hija, Alejandra García Montenegro –que entonces sólo era un bebé–, con el tiempo se hizo abogada y en 2010 actuó como querellante adhesivo en un juicio que dio lugar a sentencias condenatorias contra algunos de los agentes de policía implicados en el secuestro de su padre.
A los 16 años de la desaparición de Edgar, dos ex agentes de policía fueron condenados a cumplir cada uno 40 años de cárcel por el crimen, mientras que otros dos policías de bajo rango imputados en la causa continúan prófugos.
Sigue abierta una investigación sobre la presunta participación de personal de mayor rango de las fuerzas de seguridad, incluidos el coronel retirado Héctor Bol de la Cruz y Jorge Alberto Gómez López. La Corte Interamericana de Derechos Humanos admitió el caso en febrero de 2011.
En el curso de su investigación sobre el caso, Alejandra hizo el inquietante descubrimiento de que, antes de la desaparición y muerte de su padre, las autoridades habían vigilado sus actividades durante años.
“Desde que él tenía aproximadamente diecisiete años, estábamos hablando del 1978. Del 78 empiezan a haber documentos de él y todo está en la policía. Entonces sí hay un hilo conductor de que a él lo iban vigilando desde antes. Obviamente cuando la participación de él va creciendo cada vez más fuerte, él se empieza a convertir en un blanco y objeto como enemigo del Estado, que es como lo tienen fichado a él”, contó Alejandra a Amnistía Internacional.
Alejandra califica de “milagro” el hecho de que llegaran a conocerse los expedientes policiales que finalmente permitieron dictar fallos condenatorios en la causa de su padre; no se supo que existían hasta que tuvo lugar una extraña explosión en un antiguo edificio de archivos de la policía.
“Yo pensé que yo iba a morir y que nunca iba a saber nada de mi papá. Entonces cuando mi mamá me dice eso, no pude nada más que hacer que llorar y llorar y llorar mucho porque supe quiénes fueron estas personas que un 18 de febrero decidieron cambiarnos la vida por completo”, contó.
Injusticia poéticaEntre los que perdieron la vida defendiendo los derechos de otras personas en Guatemala estaba Alaíde Foppa de Solórzano, disidente política, activista de derechos humanos, profesora universitaria, poeta y periodista.
Alaíde y su conductor, Leocadio Axtun Chiroy, fueron secuestrados a plena luz del día por miembros de la unidad de inteligencia G-2 en la ciudad de Guatemala el 19 de diciembre de 1980.
Según información publicada al día siguiente en el periódico Prensa Libre, varios hombres armados la golpearon y obligaron a subir a su chevrolet. El automóvil, que nunca fue recuperado, salió a toda velocidad y no se volvió a ver a Alaíde ni a su conductor.
Aunque los hechos sucedieron en una concurrida zona residencial de la capital, el hijo de Alaíde, Julio Solórzano Foppa, explicó a Amnistía Internacional por qué nadie acudía para facilitar información:
“Al principio parecía que había dos testigos […] en esa época, nadie veía nada. Era suicidio atestiguar que alguien había sido testigo de un hecho de esa naturaleza”, dijo.
En el momento de su desaparición, Alaíde, que vivía exiliada en México con su esposo desde 1954, estaba visitando a unos familiares en Guatemala.
Miembro activo de Amnistía Internacional en México, hizo campaña en favor de los derechos humanos en Guatemala y otros lugares de América Central. Era además una activa feminista: cofundadora de la revista feminista mexicana Fem, también presentaba temas relacionados con los derechos de las mujeres para una emisora de radio universitaria.
El trabajo de Alaíde con la emisora de radio pudo ser uno de los factores que motivaron a quienes ordenaron su desaparición.
Justo antes de su secuestro había grabado entrevistas con mujeres indígenas de la región guatemalteca de El Quiché, donde la oposición armada era especialmente fuerte en aquel momento. Su desaparición también pudo tener como fin advertir a los miembros de su familia, algunos de los cuales participaban activamente en la oposición: dos de sus hijos murieron en el conflicto armado tras unirse a los guerrilleros.
Su otro hijo, Julio –quien ha vuelto a vivir en Guatemala, donde trata de investigar lo sucedido–explicó que, mientras el ejército aplicaba políticas de tierra quemada en las zonas rurales, la policía actuaba contra intelectuales y activistas en las ciudades del país.
“Se dividió la represión de una manera bastante clara: la policía pasó a ser un instrumento del ejército en la ciudad y era la policía que efectuaba en la ciudad la mayor parte de los secuestros. En el interior del país era el ejército”, explicó Julio.
“La mayor parte de la población tiene una idea muy vaga de lo que sucedió, tanto tiempo se dijeron mentiras o verdades parciales, no está en los estudios en los libros de escuelas, de las universidades, es algo de lo que se tiene que hablar y se tiene que ventilar.”
En busca de respuestasA pesar de que en 1999 salió a la luz información sobre más de 180 personas desaparecidas con la publicación no oficial de un Diario Militar en el que, entre otras cosas, se revelaba la suerte que había corrido el activista desaparecido Carlos Cuevas, las fuerzas armadas no han permitido aún acceder a los archivos que contienen información esencial sobre miles de casos más.
Y eso que existe una orden judicial para que se publiquen algunos documentos, así como el compromiso formulado por el ex presidente de Guatemala Álvaro Colom de hacer públicos todos los archivos .
“Es absolutamente imprescindible que las fuerzas armadas de Guatemala autoricen el acceso a estos archivos, que pueden contribuir en gran medida a resolver la ingente cantidad de casos atrasados de desaparición, así como otros casos de violaciones de derechos humanos que se remontan décadas atrás, a los días más tenebrosos de la guerra civil”, afirmó Sebastián Elgueta, investigador de Amnistía Internacional sobre Guatemala.
La Ciudad de los DesaparecidosSegún una comisión de la verdad auspiciada por la ONU en 1999, durante la guerra civil se registró un total de 6.159 desapariciones forzadas, pero muchas de las personas a las que se llevaron nunca llegaron a constar en los archivos oficiales. Se calcula que el número total de personas desaparecidas se aproxima a 45.000.
Igual que Jorge Humberto Granados Hernández, Alaíde Foppa de Solórzano y Edgar Fernando García, todos los representados en los nombres grabados en las columnas del exterior de la catedral de Guatemala ya no pueden hablar por sí mismos; pero los familiares que han dejado atrás siguen reclamando saber la verdad.
Mientras, Amnistía Internacional se suma al Grupo de Apoyo Mutuo y a otras organizaciones para presionar al gobierno actual de Guatemala a fin de que haga justicia.
Se han dictado recientemente varias sentencias judiciales que declaran culpables de abusos cometidos durante la guerra civil a ex oficiales de la policía y las fuerzas armadas, y el ex jefe del régimen militar José Efraín Ríos Montt está siendo juzgado por el genocidio de indígenas mayas cometido en 1982. Pero queda mucho por resolver y, hasta que se conozca toda la verdad, no debe quedar nada por investigar.
En palabras de Julio Solórzano Foppa: “Es importante que estos casos paradigmáticos tengan ese esfuerzo de la justicia en Guatemala, para animar a otra gente que tal vez no se anima a hacer lo mismo, a entrar en esto”.
Por ahora, el único testimonio de la suerte que corrieron Jorge, Alaíde y Fernando, como varios centenares más de personas desaparecidas, es el silencioso monumento de piedra en el exterior de la catedral de la ciudad de Guatemala.