El Salvador: Asesinados a sangre fría a orillas del río en El Calabozo

El año 1982 fue un año peligroso en El Salvador. 

La guerra civil había empezado dos años antes, y en las zonas controladas por los rebeldes, el ejército nacional consideraba a todos —campesinos, bebés, mujeres y ancianos— objetivos militares legítimos.

En 1982 las fuerzas armadas ya habían cometido una serie de masacres en todo el país.

En agosto de ese año, las fuerzas armadas salvadoreñas lanzaron una importante ofensiva en la región septentrional de San Vicente, una zona que los militares consideraban un baluarte de la guerrilla. A medida que se difundía la noticia de la ofensiva, las comunidades de San Vicente empezaron a huir al temer por sus vidas. Muchos de quienes se quedaron para cuidar las tierras eran ancianos, mujeres y niños de corta edad. 

Se habían quedado creyendo que en casa estarían a salvo. 

Nadie podía imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.

Operación “tierra arrasada”

Tras varios días y noches de bombardeos, los lugareños oyeron rumores de que los militares habían enviado tropas terrestres para terminar el trabajo. Miles de quienes aún permanecían en la zona huyeron de sus hogares, llevando a sus hijos y la poca comida que pudieron tomar, mientras la oleada de destrucción avanzaba.

“El operativo lo eligieron la fuerza armada como tierra arrasada. Porque ellos querían terminar con todo, con personas y animales; en realidad aquí las vacas que miraban, las mataron. Los caballos, los perros, gatos, gallinas; los dejaron sin nada. Los incendiaron las casas, todo lo quemaron”, recordaba Felicita, una de las sobrevivientes, cuando habló con una investigadora de Amnistía Internacional este año.

Avanzando con dificultad a través de la densa maleza, en medio de una fuerte tormenta, en fila india y llevando a cuestas a quienes no podían caminar, las familias trataban de escapar del ataque de unas fuerzas armadas profesionales, bien entrenadas y equipadas.  

La noche del 21 de agosto, un grupo integrado por varios centenares de hombres, mujeres y niños consiguió llegar por fin a orillas del río Amatitán, que iba muy crecido, al lugar conocido como El Calabozo. Planearon reanudar la marcha por la mañana, cuando los niños hubieran podido descansar. 

Sin embargo, al amanecer se encontraron con que había llegado el ejército.

“Ya estaban los soldados tanto arriba como abajo al alrededor, ya los tenían cerca ya, entonces ya no se podrían mover la gente, entonces que se fueron acercando. Ellos no les dieron temor de que los iban a matar, sino les dijeron que les iban a reunir y que hicieran una columna […] ellos les gritaban que ellos no les fueran a matar por los niños pues. Pero […] el jefe de mando dio la orden de que tenían que fusilarlos y entonces allí fueron los lamentos de la pobre gente”, declaró Felicita, que había conseguido esconderse entre los matorrales con uno de sus hijos a cierta distancia.

Sobrevivir al horror

Es difícil confirmar el número de personas que murieron ese día. Según informes, los soldados, pertenecientes al Batallón Atlacatl, entrenado por Estados Unidos, arrojaron ácido sobre algunos de los cuerpos y el río se llevó muchos de los cadáveres. 

Pero los sobrevivientes y familiares han confeccionado una lista de más de 200 personas desaparecidas, desde bebés que aún no habían dado sus primeros pasos hasta abuelos de avanzada edad.

Treinta años después, la pérdida de su familia sigue atormentando a Jesús. 

Entre las personas asesinadas a sangre fría a orillas del río Amatitán estaban su madre, su padre, su hermano y su hijo de cuatro años. 

“De noche yo no sentía que lloraba pero dicen que yo sí lloraba. Yo no sentía que lloraba. Me costó años, años para que se me pasara un poco. Porque andaba por el camino llorando, iba comer a llorar, iba a cenar a llorar, todos los tiempos de la comida, llorando…”, dijo. 

Los sobrevivientes y quienes habían huido tardaron casi 10 años en regresar a sus pueblos. En 1992, algunos de ellos iniciaron un expediente judicial ante las autoridades, pidiendo que se investigaran los crímenes y que los responsables rindieran cuentas de sus actos ante la justicia.

El expediente se cerró en 1993, a pesar de las pruebas y del hecho de que la Comisión de la Verdad de la ONU, establecida tras finalizar el conflicto, también había documentado la masacre. 

Desde entonces, sobrevivientes, familiares y las ONG que los acompañan vienen luchando para que el caso sea juzgado. Cada vez que se ha reabierto se ha encontrado con un nuevo obstáculo legal. La última vez que se reabrió fue en 2006, pero 30 años después de que se cometiera la masacre aún no ha llegado a juicio.    

Treinta años sin respuestas

En El Salvador, el pasado sigue estando muy presente. Las personas acusadas de estar implicadas en masacres como la de El Calabozo aún ocupan cargos influyentes, y los casos se paralizan durante decenios en un sistema judicial que ha defraudado reiteradas veces a las víctimas. 

Casi ninguna de las personas que ordenaron y cometieron homicidios, torturas y violencia sexual durante el conflicto, en el que se calcula que murieron 75.000 personas, ha tenido que responder nunca de sus crímenes.

“Los y las sobrevivientes y familiares de las personas asesinadas en El Calabozo reviven el dolor de ese día una y otra vez, como si hubiera ocurrido ayer”, afirmó Esther Major, investigadora de Amnistía Internacional sobre El Salvador, que se entrevistó con los familiares este año. 

“Las autoridades salvadoreñas han agravado su dolor y su trauma al no hacer comparecer ante la justicia a ninguna de las personas que ordenaron o cometieron la masacre. Treinta años después, ya es hora de poner fin a esta farsa proporcionando finalmente una reparación a sobrevivientes y familiares, y enjuiciando a los responsables de este terrible crimen.” 

Los sobrevivientes y familiares de El Calabozo no pueden permitirse esperar más. “Ya en varios de los casos han muerto algunas de las personas, debido a la edad —dice su abogada, Claudia Interiano— […] pareciera que se está esperando ya, que mueran las y los sobrevivientes de las masacres, las y los sobrevivientes de hechos tan aterradores […] para que se extermine el problema.” 

Carolina Constanza, directora del Centro para la Promoción de los Derechos Humanos Madeleine Lagadec, que acompaña a los sobrevivientes, declaró: “En el caso de El Calabozo, los familiares, las comunidades donde ocurrieron los hechos, están clamando justicia y verdad, y nosotros que los acompañamos pedimos que el Estado reconozca la verdad y busque las medidas de reparar a las victimas.”

En lo que se consideró como una medida positiva, el gobierno de El Salvador reconoció por fin, recientemente, la responsabilidad del Estado en otra masacre —en la que los soldados mataron a más de 750 personas en El Mozote, en 1981— e inició un programa de reparaciones para esa comunidad. 

Pero hasta la fecha no ha habido ni siquiera un reconocimiento oficial de la masacre de El Calabozo y de la devastación que produjo.

Hoy, sobrevivientes y familiares como Jesús y Felicita se reúnen junto al río Amatitán para conmemorar otro año de denegación de justicia, y están más resueltos que nunca a hacer que las personas que ordenaron y cometieron la masacre de sus familiares y amigos rindan cuentas de sus actos. Es hora de poner fin a 30 años de injusticia y de que las autoridades salvadoreñas respondan a sus peticiones de verdad, justicia y reparación.

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