Vivir bajo el régimen de Pinochet: “Lo único que oíamos eran las campanas de la iglesia y los gritos de la gente”

Es raro el día en que las esculturas de manos “saliendo” de la arena de una playa de Uruguay, el desierto de Atacama en Chile o la ciudad de Venecia no están continuamente rodeadas de turistas y vecinos de la zona que toman fotografías o las observan desde todos los ángulos.

En Uruguay, la escultura es tan famosa que se ha convertido en un símbolo de Punta del Este, el centro turístico costero en donde se encuentra, pero lo que la mayoría de la gente no conoce es la increíble historia de su creador.

Casi 10 años antes de darse a conocer la escultura, el profesor de arte Mario Irarrázabal, chileno, trabajaba en su estudio de la capital, Santiago, cuando observó desde su ventana cómo Augusto Pinochet se hacía con el poder por la fuerza, un suceso trágico que cambiaría su vida y su país para siempre.

Vio la silueta de los edificios de la ciudad recortada contra una densa humareda, procedente de las bombas lanzadas contra el Palacio Presidencial que darían paso al nuevo régimen militar.

La vida cambió rápidamente; tanto, que Mario sintió que volvía al Berlín de la posguerra, en donde había vivido entre 1967 y 1968.

“No sabías qué iba a pasar, pero había un ambiente de preguerra,” contó.

En los días siguientes al golpe de Estado, muchas familias se deshicieron enseguida de todo lo que pudiera revelar que sus ideas políticas eran contrarias a Pinochet.

“Comenzaron a buscar a gente. No tenías ningún tipo de información, así que había un miedo enorme. No sabías qué quemar ni qué esconder.”

Pero las actividades y opiniones políticas de Mario no pasaron desapercibidas.

Para él, la situación empeoró días después del golpe de Estado. A eso de las tres de la madrugada, la DINA, la policía política de Pinochet, llamó a la puerta de la casa parroquial en donde se alojaba con su hermano, un sacerdote local.

Los policías interrogaron a Mario y a varios sacerdotes que se encontraban en la casa y los acusaron de apoyar a activistas de izquierdas. Finalmente sólo se llevaron a Mario, probablemente porque temían la reacción adversa de la iglesia católica si perseguían a sacerdotes.

Pasaron tres días antes de que Mario se diese cuenta de dónde estaba recluido.

Con los ojos siempre vendados, sin recibir ningún tipo de alimento, a veces Mario estaba encerrado en una habitación con otras personas, y en otras ocasiones se encontraba solo, tumbado sobre las baldosas de un cuarto de baño. Al tercer día comenzó a sufrir alucinaciones.

No sabía dónde se encontraba e intentaba distinguir cualquier pequeño detalle tras la venda que le tapaba los ojos: un poquito de suelo, la decoración de una pared, cualquier cosa que le permitiese averiguar dónde estaba.

“Era un intento desesperado por aferrarme a algo real”, explica.

Pero lo peor no era la incertidumbre de no saber dónde estaba, la amenaza de los golpes por mirar a hurtadillas, ni siquiera las torturas infligidas por sus captores. Lo peor era la espera.

“Esperabas […] durante una eternidad […] con los demás en una habitación, con los ojos vendados. Y de repente llamaban a alguien [….] y esa persona volvía destrozada [emocionalmente]”, recuerda.

“La mayor tortura era cuando encontraban un número o un nombre y de repente sentías que les habías entregado a esa persona. Para mí fue lo peor.”

Cuando quedó en libertad se dio cuenta de que había estado encerrado en Londres 38, una vieja casa colonial en el centro de Santiago desde la que sólo se oían los sonidos de los gritos de los otros detenidos y las campanas de la iglesia local.

Cinco días después de su llegada allí, y sin ningún tipo de aviso ni explicación, la policía subió a Mario a una furgoneta junto con otras personas y los llevaron por el centro de la ciudad: “Parece que era de día […], oía el tráfico y las conversaciones de la gente. Por primera vez me di cuenta de que la vida seguía su curso.”

Su destino era el Estadio Chile, un complejo deportivo en el que había encerrados hasta 500 activistas sometidos a tortura.

Mario recuerda que los guardas les daban tarta de chocolate mientras los obligaban a firmar declaraciones en las que afirmaban que no habían sufrido malos tratos. Él intentó fingir que estaba enfermo o que no comprendía para evitar firmar. Luego lo dejaron en libertad, sin previo aviso y gracias a la ayuda de un monseñor católico y un abogado de derechos humanos.

“Fue muy emotivo; cuando quedé en libertad sentí una enorme gratitud hacia esas personas.”

Mario quedó bajo arresto domiciliario y con un intenso deseo de hablar abiertamente sobre los malos tratos que había sufrido durante su detención.

Mario lleva decenas de años convirtiendo sus vivencias en obras de arte. Utiliza materiales como el metal para expresar las experiencias que le ha deparado la vida, desde el Berlín de la Guerra Fría a finales de la década de 1960 hasta los días que pasó detenido en uno de los centros de tortura más famosos de Pinochet, en su Chile natal.

Los dibujos que hizo tras su detención muestran algunos de sus recuerdos de lo que ocurrió entonces. Figuras oscuras, algunas con arañazos, otras con las manos atadas, varias con los ojos vendados.

“Intentaba mostrar qué sentía la sociedad chilena en esa ápoca”, explica.

Aún hoy en día, el pasado sigue atormentando a Mario. Muchos de los responsables de las detenciones ilegales y las torturas sufridas por personas como Mario no han comparecido ante la justicia.

“Cada vez que oía un portazo me dolía horriblemente el estómago, estaba seguro de que venían a por mí otra vez”, contó.