La activista Helen Thomas cumple años el mismo día que la declaración más famosa de la ONU. Aquí reflexiona sobre el significado de nacer “libres e iguales”, y lo que queda por hacer para que eso sea realidad para todas las personas.
Llegué al mundo una gélida noche de invierno de 1948, en la pequeña casa rural de mis padres en el norte de Inglaterra. Tras varias horas de parto, mi madre dio a luz finalmente hacia la medianoche del 9 de diciembre.
Eran los difíciles años de la posguerra. Mis padres se habían casado una semana antes de que se declarase la guerra. Juntos de nuevo tras años de separación, mi madre crio con esfuerzo a cuatro hijos en un mundo de lugares arrasados por los bombardeos, racionamiento y pobreza. Su existencia era un ciclo sin fin de trabajo doméstico, y debió de parecerle que los sucesos del mundo exterior tenían poca repercusión en su vida.
La noche en que nací, a 800 kilómetros, en París, otra mujer se preparaba para traer al mundo algo nuevo, resultado también de muchos meses de gestación. Sin embargo, ella era una ex primera dama estadounidense, miembro del cuerpo diplomático y representante de su país ante la ONU. Su descendencia iba a cambiar la vida de millones de personas, incluida la mía. Era la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Durante meses, un comité presidido por Eleanor Roosevelt había batallado para alumbrar una lista de derechos y libertades fundamentales que todos los países de la recién creada ONU pudieran acordar que pertenecían a toda su ciudadanía. Cuando yo soltaba mi primer llanto airado, Roosevelt pronunciaba un discurso nocturno ante la Asamblea General y afirmaba que la Declaración Universal era “un gran documento”. El 10 de diciembre, la Asamblea General adoptó la Declaración y todas las personas del planeta recibieron el reconocimiento de sus derechos humanos. Al menos sobre el papel.
Pasaron muchos decenios hasta que comprendí la colosal importancia de lo que había sucedido en los momentos de mi nacimiento. La Declaración Universal iba más allá de las nociones de “bien y mal” con las que crecí, más allá de la división de naciones y culturas. En las primeras horas de mi vida, renací “libre e igual en dignidad y en derechos”. Había adquirido los derechos a no ser sometida a tortura ni a discriminación, a tener plena igualdad ante la ley, a circular libremente, y a la libertad de pensamiento, conciencia y religión, entre otros. Pero durante muchos años no supe nada de eso.
Sólo ahora, tras leer los libros de historia, sé que los 30 artículos de la Declaración Universal desencadenaron nuevos debates, calaron en diversas leyes y constituciones nacionales, y fueron la base de tratados de derechos humanos.
La guerra había dejado un paisaje desolador en Gran Bretaña, pero también legados de igualitarismo. Uno de ellos era el Servicio Nacional de Salud (NHS) británico, gratuito y universal, que tenía apenas cinco meses de vida cuando nací. Los libros de historia cuentan que el nuevo marco de derechos humanos tuvo un impacto inmediato en el incipiente NHS; sin embargo, cuando hube de recurrir a sus servicios médicos, me encontré con que carecía totalmente de respeto a la dignidad y a los derechos de los y las pacientes.
A los dos años, salí por la puerta del jardín a la carretera y caí bajo las ruedas de un camión. En un instante de infarto, mi vida cambió de forma irreversible.
Tras el accidente, me convertí en la primera persona de mi familia que recibió atención hospitalaria gratuita, algo que nunca habrían podido pagar mis padres. Gracias al NHS puedo caminar hoy. Pero los regímenes hospitalarios eran a veces crueles. Tenían a niños y niñas atados a la cama, en ocasiones durante semanas. Las intervenciones médicas a niños y niñas a menudo se llevaban a cabo sin aliviar el dolor, pues creían que eso no los beneficiaría. Y era frecuente que se hicieran sin el consentimiento del o la paciente o de su familia. En esa primera época, los progenitores sólo podían ver a sus hijos e hijas una hora a la semana. Aunque estas prácticas eran contrarias a los derechos humanos de los y las pacientes, eran muy habituales.
También llevó mucho tiempo que calasen los derechos a la educación y a no ser objeto de discriminación. Cuando empecé a ir a la escuela, algunos docentes se negaron a enseñar a una niña “dañada”. A menudo me separaban de mis compañeras de clase y no podía ir a la escuela con muletas para no ser un “lastre”.
Durante mi infancia, la discriminación de las mujeres y niñas, en el seno de la familia y en la sociedad en general, significaba también que había menos plazas para niñas en las mejores escuelas. Perdí años en una educación desfasada e irrelevante. Aprendí los detalles habituales de la Revolución francesa, pero nada sobre la fundación de la ONU, su importancia para la humanidad o la Declaración Universal.
A los 16 años empecé a trabajar de niñera y el sueldo me permitió ahorrar para un pasaporte y una maleta. Cuando llegué a Johannesburgo (Sudáfrica), a finales de la década de 1960, me encontré con un mundo abierto de par en par, lleno de sol y de oportunidades. Y con el apartheid. Al ser una mujer blanca, alfabetizada e inglesa, podía conseguir con facilidad casi cualquier empleo, y sin tener la más mínima preparación entré a trabajar de encargada de un restaurante de postín. Por debajo de mí, la única empleada blanca, estaban los trabajadores y trabajadoras xhosas de la cocina, los camareros asiáticos y el personal del bar, malayo. La premisa del apartheid me parecía absurda: un puñado de personas privilegiadas que mantenían un férreo control sobre aquello de lo que habían logrado apropiarse, justificado mediante una ideología falsa sobre la inferioridad de otras personas. Habría sido demasiado fácil y provechoso aceptarlo.
Pero no lo hice.
¿Fue el cruel sinsentido del apartheid lo que me despertó? Viniendo de semejante ignorancia de los derechos humanos, no sabría responder, salvo decir que la injusticia era tan manifiestamente dolorosa que resultaba intolerable. Se podía separar a las madres de sus bebés, matar con impunidad a las personas de raza negra. Me di cuenta de que la protección de los derechos que yo daba por sentada no estaba al alcance de todas las personas.
Cuando mi prometido blanco empezó a enseñar furtivamente a aprendices no blancos en su taller mecánico, sus compañeros de trabajo blancos lo hostigaron y lo castigaron, incluso trataron de prenderle fuego. Como nos negábamos a acreditar nuestra “ascendencia blanca pura” en nuestro certificado de matrimonio, cruzamos la frontera y nos casamos en Suazilandia. A nuestro regreso a Sudáfrica sufrimos más actos de hostigamiento porque la mayoría de nuestras amistades estaban registradas como personas “de color”. Negarnos a seguir la corriente al mito de la supremacía blanca nos dejó en evidencia en un clima de opresión, violencia policial y espías estatales. Subimos a bordo de un lento barco con destino a la India para evitar que nos detuvieran.
Llegamos durante la sequía de Maharashtra a Mumbai, donde la mitad de los 14 millones de habitantes de la ciudad vivía y moría en la calle. Volvió a impactarme cómo la extrema pobreza y la enfermedad podían convertirse en algo normal. La Declaración Universal tampoco estaba allí.
Volví a Inglaterra en la década de 1970, y gracias a las ventajas de la educación gratuita, obtuve un doctorado en investigación médica. Acogí a un niño refugiado de la Sudáfrica del apartheid y tuve tres hijos propios.
Hoy soy voluntaria en iniciativas de apoyo a las personas refugiadas, hago campaña a favor de mejoras en el medio ambiente local y ayudo a abastecer un banco de alimentos. Por lo demás, como la mayoría de la gente, mi vida no dejará una gran huella en el universo.
A mis 70 años, me pregunto qué avances ha hecho el mundo para lograr el reconocimiento y el respeto de los derechos a los que aspiraba Eleanor Roosevelt. Todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, sin embargo, en el colegio, a mis hijos, igual que a mí misma, no se nos habló de la existencia de la Declaración Universal. Sin embargo, sí aprendieron sobre el ascenso del fascismo en la Europa de la década de 1930 y su espantosa culminación en Auschwitz y otros lugares, sucesos que desembocaron en la adopción de la Declaración Universal. Para mi hija pequeña, estos crímenes del fascismo eran algo que había hecho “gente ignorante, antigua”. Ahora ve cómo su propia generación cae en el mismo patrón. ¿Cómo podemos proteger nuestras libertades si no sabemos de dónde vienen?
Este invierno nacerá mi primer nieto. ¿Seguirá siendo tan ignorante de sus derechos como mi generación? ¿O le enseñarán su existencia y tendrá la valentía de hacer lo que muchas veces no hizo mi generación: afianzar, para sí mismo y para los demás, esos derechos y libertades que son su derecho de nacimiento? De lo contrario, este momento de la historia de la humanidad en el que luchamos por algo mejor se perderá en las inclinaciones humanas —constantes y contrapuestas— hacia la codicia, la venganza, el egoísmo y el ansia de poder que amenazan continuamente con despojarnos de nuestros derechos.
Con demasiada frecuencia, los derechos humanos son disfrutados y controlados por las élites y comprendidos por pocas personas. Creo que, para sostenerlos, deben ser conocidos y comprendidos por muchas. Debemos educar a cada niño y cada niña sobre la Declaración Universal, sobre la razón por la que importa y sobre todos los derechos humanos que poseen. Debemos hacer que cada persona sienta la responsabilidad compartida de defender esos derechos y luchar por ellos cada día.