Las protestas de octubre de 2019 de Líbano no eran sólo por el “impuesto a WhatsApp”

Hace dos años, el 17 de octubre de 2019, la gente salió a las calles de todo Líbano con un sentido de unidad sin precedentes para pedir la disolución de la estructura completa de poder político y económico que gobernaba el país desde el fin del conflicto armado en 1990. El detonante de esta movilización colectiva fue la decisión del gobierno de imponer aún más tasas como parte de las medidas de austeridad, en particular un “impuesto a WhatsApp”, que gravaría un servicio de llamadas mundial y gratuito.

Para comprender mejor la reacción de la población, es importante repasar los acontecimientos que desembocaron en las protestas de octubre: En 2018, la conferencia internacional de donantes CEDRE, reunida en París, destinó más de 11.000 millones de dólares estadounidenses a Líbano para impulsar su economía. Pero la ayuda se condicionó a la implementación de reformas largamente esperadas, y el gobierno libanés ni siquiera pudo reunirse durante meses debido a enfrentamientos políticos entre sus miembros. En septiembre de 2019, el primer ministro declaró el estado de emergencia económica. El mes siguiente, el 13 de octubre, más de un centenar de incendios desbocados se extendieron por los bosques libaneses. Las autoridades no fueron capaces de controlarlos, en gran parte debido a la falta de mantenimiento de los helicópteros, y terminaron dependiendo del apoyo de grupos locales y de la sociedad civil para contener las llamas. Mientras, simpatizantes de diversos partidos políticos se enzarzaron en enfrentamientos armados de carácter sectario y político en varias regiones —como el episodio con disparos en Kfar Matta, en Monte Líbano, que afectó al convoy del entonces ministro de Estado Saleh Issam Gharib, en el contexto de una visita del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Gebran Bassil, a finales de junio de 2019—, que causaron víctimas mortales y propagaron la frustración y el miedo por todo Líbano. Es sólo una pincelada de la desesperación que invadía diariamente a la población ese año hasta que estallaron las protestas en octubre. El “impuesto a WhatsApp” fue sólo la gota que colmó el vaso.

Durante las protestas en la calle, la gente se plantaba ante las cámaras de televisión para hacer oír sus reivindicaciones. Los primeros días del movimiento de protesta, todos nos pusimos en el lugar de una mujer que decía que no podía pagar las tasas escolares de sus hijos, y de un hombre que lloraba porque no tenía dinero para hacer frente al tratamiento de cáncer de su esposa. Para la gente, el “impuesto a WhatsApp” era un mero símbolo de la pasividad de los dirigentes políticos a la hora de buscar soluciones estructurales y sostenibles a largo plazo para abordar las debilidades subyacentes de la ruinosa economía del país. En lugar de eso, los dirigentes siguieron la misma línea de actuación equivocada de protegerse para no rendir cuentas por la corrupción y la mala gestión sistémicas.

El movimiento de protesta de octubre no fue la primera demostración de unidad de la población libanesa para pedir justicia socioeconómica después de la guerra civil: en 2015, las protestas generalizadas en respuesta a la mala gestión de la crisis de la basura en Líbano también superaron las barreras de la política identitaria, el sectarismo y las filiaciones políticas.

En los últimos dos años, en medio de acusaciones de tener motivaciones ocultas o servir a intereses geopolíticos, los máximos responsables políticos y económicos intentaron frenar la influencia del movimiento de protesta de octubre insinuando que las manifestaciones habían sido las causantes del desplome económico y el consiguiente deterioro del nivel de vida, y no al revés.

De hecho, en opinión de economistas, las primeras señales de un colapso inminente aparecieron ya en 2011, cuando las predicciones de crecimiento económico, que más tarde se cumplieron, fueron negativas. En 2014, las remesas y otras entradas de dólares se redujeron drásticamente, en un contexto de balanza de pagos negativa. Y, pocos meses antes de octubre de 2019, empezaron a llegar noticias de que se estaban transfiriendo grandes depósitos de dólares fuera de Líbano mientras que a otros depositarios, a menudo modestos, no se les permitía —y aún no se les permite— el libre acceso a sus cuentas bancarias.

En octubre de 2019, la gente salió a la calle tras una sucesión de calamitosas convulsiones económicas: bancos privados suspendieron el acceso de sus clientes a sus ahorros y cuentas corrientes denominados en dólares, la moneda libanesa perdió su artificial estabilidad por primera vez en 30 años, y las tasas de paro, inflación y pobreza, así como otros indicadores económicos, señalaban que Líbano se dirigía hacia una crisis económica y social.

Y, en efecto, resultó ser un colapso sin precedentes, probablemente la tercera peor crisis económica del mundo en 150 años, según el Banco Mundial. En marzo de 2020, el gobierno dejó de pagar deuda libanesa en moneda extranjera (eurobonos) por primera vez en su historia. Era evidente que esto no se debía a unos meses de manifestaciones, sino a décadas de gestión insostenible de la deuda y falta de soluciones económicas prácticas.

En este contexto, personas de todo Líbano se lanzaron a reclamar justicia social a través de múltiples derechos humanos, entre ellos el derecho a la educación, la salud y el trabajo, e hicieron llamamientos en favor de un nuevo código de estado civil, derecho a la nacionalidad igualitario para las madres libanesas y derecho a obtener verdad y justicia para las familias de las personas desaparecidas. En definitiva, reivindicaban cambios estructurales y políticos fundamentales, basados en un mayor disfrute de los derechos civiles, políticos, económicos y sociales y en la rendición de cuentas por corrupción, mala gestión y ejercicio de la violencia.

En los cinco meses que duraron las protestas, de octubre de 2019 a marzo de 2020, las anteriores líneas divisorias fueron sustituidas por nuevas líneas de demarcación: el eslogan coreado por la mayoría —“killun yaani killun” (“todos significa todos” en árabe), que alude a todos los partidos políticos de Líbano— significaba que, por primera vez, con independencia de la trayectoria y orientación política de cada partido, y al margen de la opinión política y la identidad partidista de cada manifestante, el pueblo libanés se había unido en un “nosotros” frente a “ellos”, quienes ejercían el poder. Este fue el profundo y verdadero legado de las protestas por el “impuesto a WhatsApp”.

Artículo publicado originalmente en L’Orient-Le Jour el 17 de octubre de 2021.