Gatillo fácil: Las fuerzas de seguridad de Río muestran su verdadera naturaleza antes de las Olimpiadas

Desde el aeropuerto internacional de Río, el taxi bordea una enorme favela donde rojizas casas de bloques de hormigón se alinean en callejones estrechos; los tejados están coronados de depósitos de agua de plástico azul y la ropa tendida baila en la brisa bajo chapas onduladas que la protegen de los frecuentes aguaceros que convierten las calles de la ciudad en caudalosos ríos. Los niños entran y salen como flechas de los edificios, mientras los buitres rebuscan en las pilas de basura acumuladas en las orillas de un río. En la radio del coche, un pinchadiscos hace sonar una selección de baladas de los 80. El piano del principio del tema de Cyndi Lauper “True Colours”*, llena el aire impregnado del olor a humo rancio. Al doblar una esquina, en lo alto de una colina lejana, aparece el Cristo Redentor, la emblemática estatua que extiende los brazos sobre la ciudad.

Dentro de cien días, Río se convertirá en la primera ciudad sudamericana anfitriona del mayor espectáculo del mundo: unas Olimpiadas en las que competirán 10.000 atletas en 28 deportes y que costará miles de millones de dólares. Es un evento que, según se dice, promueve la paz, pero su llegada a esta ciudad va camino de conseguir justo lo contrario. Miles de visitantes harán el trayecto desde el aeropuerto a la ciudad —conocida como la Cidade Maravilhosa por sus playas de tarjeta postal sobre un fondo de exuberantes montañas—, pero pocos sabrán de la vida en muchas de las 600 favelas de Río mientras los mejores atletas del mundo corren, saltan y nadan hacia la gloria.

Brasil es, en cifras absolutas, el país con mayor número de homicidios del mundo. En 2014 –el año en el que fue anfitriona de la Copa Mundial de fútbol– fueron asesinadas 60.000 personas. Lo escandaloso es que miles de estas muertes fueron causadas por las mismas personas que debían proteger a la población. Solamente la policía del estado de Río mató a 580 personas ese año, un 40 por ciento más que en los 12 meses anteriores. En 2015 el número fue aún mayor: 645. De estas muertes, 307 se produjeron en la propia ciudad y representan el 20 por ciento de todos los homicidios cometidos allí. La mayoría de las víctimas son varones negros jóvenes que viven en favelas y otras comunidades pobres.

Con la puesta en marcha de la operación de seguridad para las Olimpiadas, si no hay unas salvaguardias adecuadas, la cifra de homicidios a manos de la policía podría aumentar aún más. Mientras tanto, el despliegue masivo en las calles de la policía civil y militar, e incluso del ejército, será para muchos brasileños y brasileñas un escalofriante recordatorio de los oscuros días de la dictadura.

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Maré, el complejo de favelas situado junto al aeropuerto de Río, podría parecer a primera vista un barrio pobre de cualquier ciudad latinoamericana. Edificios destartalados reclaman su espacio entre puestos callejeros de bananas, papayas, huevos y camisetas de fútbol de imitación. Los tendidos de cables aéreos se entrecruzan en las calles, conectando precariamente las casas con la sobrecargada red eléctrica más próxima. Pasan adolescentes en moto, los camiones recorren con dificultad las estrechas calles llenas de baches con el reparto para las tiendas de alimentación y los cafés, y suena con fuerza música de baile por una ventana abierta.

Pero si miramos más de cerca veremos algo que hace que este lugar sea espantosamente distinto. En casi todas las esquinas de esta inmensa favela —donde viven 140.000 personas— hay un adolescente sentado en una silla de plástico con un reluciente revólver en la mano o una ametralladora en el regazo, “protegiendo” la parcela de su banda. Los adolescentes que llevan armas de fuego son algo tan cotidiano que el vecindario apenas les presta atención. La atmósfera puede ser tensa. Con demasiada frecuencia, el ritmo brusco de los disparos es la mortífera banda sonora de la vida aquí.

En casi todas las esquinas de esta inmensa favela —donde viven 140.000 personas— hay un adolescente sentado en una silla de plástico con un brillante revólver en la mano o una ametralladora en el regazo, “protegiendo” la parcela de su banda.

Naomi Westland, Amnistía Internacional Reino Unido

Poco antes de la Copa Mundial de fútbol, el ejército brasileño entró en Maré, estacionando vehículos blindados en sus irregulares y estrechas calles, y colocando a casi 3.000 soldados en puestos de control y patrullas, en aras de la seguridad. El Mundial duró un mes, pero ellos se quedaron más de un año. Los residentes se encontraron atrapados entre la violencia de las bandas de narcotraficantes y la agresividad de las fuerzas de seguridad. Los tanques se retiraron a finales del año pasado, pero con la celebración de las Olimpiadas en apenas unos meses, muchos predicen que regresarán en breve.

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Vitor Santiago, de 30 años, lleva viviendo toda la vida en Maré, y cuando una sofocante tarde de febrero del año pasado prometió a su hija Beatriz, de tres años, que la llevaría a la playa al día siguiente, tenía la firme intención de cumplir su palabra. Acababan de despedirlo, por lo que tenía tiempo y el dinero de la liquidación, y en pleno verano en Río de Janeiro, con la temporada del carnaval en su apogeo, pasar el día en la playa es lo que más les gusta a los cariocas, como se conoce a sus residentes. Separado de la madre de Beatriz, Vitor intentaba pasar todo el tiempo que podía con su hija.

“Todos los lunes y miércoles iba a verla después del trabajo”, dice. “Y los viernes la recogía y la traía aquí [la casa en la que vive con sus padres] para pasar el fin de semana. Siempre andábamos haciendo planes juntos.”

Pero antes de ir a la playa tenía un compromiso importante. Su equipo, el Flamengo, jugaba esa noche, y había quedado en ver el partido con sus amigos en un bar cerca de casa. Se despidió de su madre, Irone; dio un beso de buenas noches a Beatriz, y salió a ver a sus amigos.

Las calles de Maré estaban bastante tranquilas, y tras el pitido final del partido, el grupo de Vitor condujo hasta un bar en un barrio próximo. De regreso a casa, de madrugada, iban contentos; era carnaval y la noche había sido buena. Pero cuando se acercaban a Maré, vieron las calles llenas de gente y soldados por todas partes. Un hombre vestido con uniforme del ejército les indicó que parasen el coche.

Vitor y sus amigos se detuvieron y salieron del vehículo. Los soldados registraron al grupo y el coche. Les dieron luz verde y continuaron su camino. Pero al doblar una esquina vieron otro puesto de control del ejército más adelante. Redujeron la velocidad y los soldados abrieron fuego de pronto sin previo aviso. Vitor trató de agacharse mientras caía una lluvia de balas sobre el coche, pero sintió una descarga de dolor cuando una bala que atravesó la puerta trasera del vehículo le entró por el costado, le rompió una costilla, perforó el pulmón y alcanzó la columna.

“Si la bala hubiera entrado un poco más arriba habría terminado paralizado del cuello para abajo. Iba en el coche y lo único que recuerdo es el sonido de las ventanillas rompiéndose y no saber lo que estaba pasando […] había un montón de sangre.”

Vitor Santiago Borges, 30 años, alcanzado por disparos de soldados el año pasado.

“En ese momento perdí toda la sensibilidad por debajo de la cintura, no sentía las piernas”, dijo. “Si la bala hubiera entrado un poco más arriba habría terminado paralizado del cuello para abajo. Iba en el coche y lo único que recuerdo es el sonido de las ventanillas rompiéndose y no saber lo que estaba pasando. No sabía dónde me habían herido, si la bala había venido de detrás o de otro ángulo… había un montón de sangre.”

Fuera del coche había un “ruido tremendo” de gente que gritaba y chillaba. Vitor perdió y recuperó el conocimiento varias veces y luego entró en coma.

Vitor Santiago Borges y su madre Irone, en su casa de la favela de Maré, en Río. © AF Rodrigues / Anistia Internacional
Vitor Santiago Borges y su madre Irone, en su casa de la favela de Maré, en Río. © AF Rodrigues / Anistia Internacional

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Una semana después, cuando despertó, Vitor supo que se había salvado por muy poco. Los médicos le habían dado un 7 por ciento de probabilidades de sobrevivir. Descubrió que una segunda bala había entrado en el muslo izquierdo, le destrozado el hueso y alcanzado la pierna derecha, donde perforó una arteria. Para salvarle la vida, los médicos tuvieron que amputarle la pierna. Y como la primera bala le había alcanzado en la columna, supo que probablemente no recuperaría nunca la sensibilidad en la parte inferior del cuerpo.

Irone dice que, a pesar de todo, Vitor es quizá uno de los afortunados. Ha conocido hace poco a Terezinha de Jesus, cuyo hijo fue tiroteado por la policía una tarde de abril del año pasado. Eduardo, de diez años, estaba sentado en la puerta de su casa, jugando con su teléfono móvil, cuando pasó una patrulla de policía y un agente le disparó en la cabeza. Murió en el acto. Estos ataques son tan frecuentes que apenas son noticia en Río.

Nuestras vidas han cambiado totalmente, pero por lo menos Vitor sigue vivo.

Irone, madre de Vitor

“Nuestras vidas han cambiado totalmente, pero por lo menos Vitor sigue vivo.”

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Vitor pasó tres meses en el hospital. Lleva ya más de un año confinado en la cama, en un pequeño dormitorio sin ventanas de la primera planta de su casa. La empinada y estrecha escalera que conduce a la puerta de su casa hace imposible subir y bajar una silla de ruedas.

“Necesito una casa adaptada”, dice. “Sólo quiero poder hacer las mismas cosas que el resto de la gente. Ni siquiera puedo ir a la cocina a guisar o abrir la nevera para ver lo que hay. Lo pasado, pasado está; no puedo retroceder en el tiempo y recuperar la pierna. Pero la tecnología avanza y pronto podría quizá recuperar la sensibilidad e incluso andar.”

Vitor pasó tres meses en el hospital. Lleva ya más de un año confinado en la cama, en un pequeño dormitorio sin ventanas de la primera planta de su casa. © AF Rodrigues / Anistia Internacional
Vitor pasó tres meses en el hospital. Lleva ya más de un año confinado en la cama, en un pequeño dormitorio sin ventanas de la primera planta de su casa. © AF Rodrigues / Anistia Internacional

Hasta que eso suceda, tendrá que ser otra persona quien lleve a su hija a la playa. Mientras tanto, no ha habido ninguna investigación sobre los disparos y nadie ha respondido de ellos ante la justicia, transmitiendo así el escalofriante mensaje de que es aceptable este tipo de violencia a manos de las fuerzas de seguridad, y dejando en libertad a los responsables para que vuelvan a hacerlo.

Las Olimpiadas están a punto de comenzar, y detrás de la ostentación, el esplendor y la gloria, esto es lo que está pasando. Si las autoridades no adoptan medidas inmediatas para impedir estos tiroteos de las fuerzas de seguridad, habrá más Vitors y más Eduardos, y los organizadores de los Juegos podrían ver su evento eclipsado por los abusos contra el derecho humano más fundamental de todos: el derecho a la vida.

De nuevo en el taxi del aeropuerto, la verdadera naturaleza del objeto del amor de Cyndi Lauper “brilla […] hermosa como un arcoiris.” Ojalá pudiera decirse lo mismo de Río, la “ciudad maravillosa” de Brasil.

* La expresión inglesa “show somebody’s true colours” significa “revelar su verdadera naturaleza“.