Artículo de opinión: La pena de muerte no es la solución a la corrupción en Kenia

El altísimo nivel de corrupción en Kenia enfurece a muchas personas, sobre todo por la impunidad con la que se practica. En 2017, la ONG Transparencia Internacional clasificó a Kenia como uno de los países más corruptos del mundo. Las medidas adoptadas contra los funcionarios del Servicio Nacional de la Juventud, tras la desaparición de nueve mil millones de chelines kenianos de la institución, pone de manifiesto lo mucho que preocupa el asunto de la corrupción.

Ciertamente, es un problema serio que el gobierno debe abordar con urgencia, ya que impacta negativamente en cada estrato de la sociedad. En respuesta a este problema, Ngunjiri Wambugu, miembro del Parlamento por el partido Jubilee, recientemente declaró su intención de presentar un proyecto de ley para introducir la pena de muerte por delitos de corrupción. Afirmó que la corrupción debe castigarse con la pena capital porque sus consecuencias pueden ser aún peores que las de otros delitos como el asesinato, la traición o el robo con violencia.

No hay indicios fehacientes de que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio frente a la corrupción u otros delitos.

Wambugu manifestó que la corrupción se puede atacar en forma efectiva mediante la imposición de la pena de muerte, dando a entender que es una solución al problema. Y no es así. No hay indicios fehacientes de que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio frente a la corrupción u otros delitos.

Los estudios no han hallado ninguna prueba convincente de que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio sobre la delincuencia más efectivo que el de otras penas contempladas por la ley. De hecho, estudios fidedignos realizados por las Naciones Unidas en todo el mundo han concluido una y otra vez que la pena de muerte no tiene un efecto disuasorio mayor en las tasas de delincuencia que las penas de prisión.

Los estudios no han hallado ninguna prueba convincente de que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio sobre la delincuencia más efectivo que el de otras penas contempladas por la ley.

Durante muchos años, Kenia ha castigado el asesinato y el robo con violencia con la pena de muerte. Sin embargo, la prevalencia de estos delitos persiste. De hecho, en Kenia, estos dos delitos dan cuenta de la mayoría de las condenas a la pena capital.

Hasta 2009, cuando el expresidente Kibaki conmutó las penas de más de 4.000 personas encarceladas en espera de ejecución, Kenia tenía la mayor cantidad conocida de condenados a muerte en África. En 2016, el país asumió nuevamente esa nefasta posición cuando el número de personas condenadas a muerte en las cárceles alcanzó las 2.747—antes de que el presidente Uhuru Kenyatta conmutara las penas capitales—. El hecho de que en Kenia siga aumentando la población reclusa condenada a muerte demuestra que la pena capital no funciona como solución contra el delito.

Si el Parlamento decide tipificar la corrupción como un delito capital, estará violando las obligaciones de Kenia en virtud del derecho internacional de los derechos humanos.

Si el Parlamento decide tipificar la corrupción como un delito capital, estará violando las obligaciones de Kenia en virtud del derecho internacional de los derechos humanos.

Según el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en el que Kenia es parte desde 1972, los países que no han abolido la pena capital pueden imponer la pena de muerte solo por los “más graves delitos”, que conciernen al homicidio intencional. La corrupción no se ajusta a este umbral.

La pena de muerte viola el derecho a la vida, proclamado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es el exponente máximo de pena cruel, inhumana y degradante. Todo individuo tiene derecho a la vida, con independencia del carácter o las circunstancias del delito cometido. Esto no significa que los culpables de delitos de corrupción no deban enfrentar la justicia y el castigo. Sin duda, deben hacerlo y el gobierno cuenta con un abanico de opciones alternativas a la pena de muerte que puede imponer en forma lícita, incluidas las penas de prisión.

La pena de muerte es una violación del derecho a la vida. Es el exponente máximo de pena cruel, inhumana y degradante.

El gobierno debe tomar medidas inmediatas para dar respuesta a las causas profundas de la corrupción y otros delitos, garantizando que la Dirección de Investigaciones Criminales y el director de la Fiscalía cuenten con fondos, formación y recursos suficientes para hacer frente a la delincuencia. La reducción de la corrupción pasa, en gran medida, por llevar a cabo una investigación adecuada de los presuntos delitos, el arresto oportuno de las personas sospechosas y enjuiciamientos efectivos.

El mundo se está apartando del uso de la pena de muerte. Un informe reciente de Amnistía Internacional sobre este tema demuestra que ha habido una disminución del uso de la pena de muerte a escala mundial y señala avances positivos en el África subsahariana en 2017.

Kenia ha hecho grandes avances en este sentido. En los últimos 30 años, no se ha realizado ninguna ejecución; en los últimos 10 años, dos presidentes conmutaron la pena capital de toda la población reclusa condenada a muerte y, recientemente, el Tribunal Supremo declaró la inconstitucionalidad de la imposición obligatoria de la pena de muerte por asesinato.

La realidad es que tener que recurrir a la pena de muerte evidencia un fracaso de la gobernanza.

Recurrir a la pena de muerte ante casos de corrupción va en contra de esta tendencia positiva y consolidará la posición de Kenia entre la minoría de países que aún se aferra a esta forma de castigo.

Imponer la pena de muerte al flagelo de la corrupción es una reacción instintiva para aparentar mano dura contra la delincuencia. La realidad es que tener que recurrir a la pena de muerte evidencia un fracaso de la gobernanza. En lugar de ampliar el ámbito de aplicación de la pena de muerte, el Parlamento de Kenia debería abolirla por completo.

Este artículo de opinión se publicó originalmente en el periódico de Kenia The Star el 8 de junio de 2018.