Las milicias libias pierden poder

Un equipo de investigación de Amnistía Internacional está en Libia analizando lo que ha ocurrido en este país desde la caída del ex líder Muamar Gadafi. Esto es lo que ha visto:

El número de hombres armados que vigilan los controles, deambulan en las esquinas y patrullan en los aeropuertos ha descendido de forma importante en los últimos meses en Libia. Para muchos libios, la vida ha vuelto a la normalidad después del conflicto. Disfrutan de los derechos que trae el final de un régimen opresivo y participan en la emergente vida política del país. Asisten a talleres de derechos humanos dirigidos por numerosas organizaciones y debaten sobre los problemas del pasado y actuales a los que se enfrenta Libia. En las últimas semanas, la segunda feria del libro y la muestra de automóviles clásicos, celebradas ambas en la plaza de los Mártires de Trípoli, han atraído a multitudes de visitantes curiosos.

Pero si se escarba debajo de la superficie, queda patente que el Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos están aún lejos. Muchas milicias se niegan a desarmarse y acatar a las autoridades, y siguen controlando centros de detención y otros lugares estratégicos. En los últimos días, las milicias rodearon el Ministerio de Asuntos Exteriores, prohibiendo la entrada al edificio, y detuvieron brevemente a un periodista que informaba del incidente. Armados de rifles y ametralladoras, exigían la promulgación de la Ley de Aislamiento Político, que tramita actualmente el Congreso Nacional General, y la dimisión del ministro Mohamed Abdelaziz, a quien acusan de no haber cesado a embajadores nombrados por gobiernos anteriores.

El chiste que contaban muchas personas con las que hablamos en Libia es que la única forma de obtener protección de los abusos de la milicia es pedir ayuda a otra milicia. Una organización de derechos humanos expulsada de su oficina en Trípoli por una milicia armada ha trasladado su sede a la zona base de otra milicia.

El gobierno del primer ministro Ali Zeidan —y en concreto, el ministro de Justicia, Salah al Marghani— ha mostrado una voluntad política real de frenar el poder de las milicias armadas y poner fin a los extendidos abusos contra los derechos humanos que aún se cometen en el país, como la detención y la reclusión arbitrarias, la tortura y otros malos tratos, y el desplazamiento forzado. Haciendo frente a una enorme resistencia, y también a amenazas y ataques de quienes se aferran al statu quo, el primer ministro inició un plan ministerial para acabar con la detención ilegal y recuperar el control de las prisiones en todo el país.El 31 de marzo, el Ministerio de Justicia fue atacado por una milicia que se oponía a la entrega de detenidos. En un foro de organizaciones de derechos humanos —el primero de este tipo, convocado por el Comité de Derechos Humanos del Congreso Nacional General el 29 de abril en Trípoli—, el ministro de Justicia denunció la actual “cultura de la tortura” y las prisiones ilegítimas como los principales enemigos de la “Revolución del 17 de Febrero”, como se conoce en el país el conflicto de 2011. Mostrando una gran determinación y valentía, declaró que su gobierno estaba comprometido con implementar la reciente ley que penaliza la tortura, la desaparición forzada y la discriminación, así como una política de tolerancia cero hacia la detención ilegítima. Salah al Marghani fijó un plazo claro para entregar los detenidos a las autoridades del Estado: junio de 2013. Quienes no lo cumplan serán considerados “secuestradores” que actúan fuera de la ley.

Pese a estas enérgicas palabras, fiscales, investigadores penales, periodistas, abogados, activistas de derechos humanos y otras personas que denuncian los abusos de las milicias sufren amenazas, intimidación y, a veces, la violencia. Un fiscal de Misrata —donde hay alrededor de 3.000 personas recluidas en centros de detención oficiales, semioficiales y no reconocidos— habló con Amnistía Internacional de las difíciles condiciones en las que trabajan la fiscalía y los tribunales. Por ejemplo, no se respetan las órdenes de enjuiciamiento, y las casas de al menos dos fiscales fueron atacadas con explosivos caseros. Un abogado que defendía a una persona acusada de ser partidaria de Gadafi estuvo secuestrado durante un día, y un grupo de hombres interrumpió unas actuaciones judiciales como respuesta a una resolución judicial que consideraban demasiado indulgente. Ante estas condiciones, los trabajadores judiciales de Misrata hicieron una huelga de dos semanas en abril. Mientras tanto, miles de personas, algunas de ellas detenidas desde hace incluso dos años, siguen recluidas sin cargos ni juicio.

En las últimas dos semanas, una delegación de Amnistía Internacional visitó 15 centros de detención, algunos de ellos bajo la autoridad del Ministerio de Justicia; otros, bajo el control teórico de los ministerios de Justicia, Interior o Defensa; y otros, controlados por brigadas armadas. En algunos centros nuestra delegación recibió menos denuncias de casos de tortura que en visitas anteriores. En otros se seguían empleando los conocidos métodos de suspensión en posturas forzadas y golpes en todo el cuerpo durante horas con diversos objetos, como cañerías y cables metálicos. Los detenidos también denunciaron a la delegación de Amnistía Internacional que los habían quemado con cucharas calientes, cigarrillos o bolsas de plástico a las que prendían fuego. También sufrieron cortes con cuchillos, incluso en sus genitales; los ataron boca abajo en camas de metal, y les pegaron. En un centro de detención, los detenidos denunciaron que los guardias les habían pulverizado repelente para insectos en los ojos. Un detenido dijo que, a principios de 2013, le colgaron de los brazos mientras un miliciano le prendía fuego a la espalda.

En al menos cuatro centros que visitó Amnistía Internacional —la prisión de Majer, el Departamento de Lucha contra la Delincuencia de Misrata, el Comité Supremo de Seguridad de Abu Salim y la Prisión Meridional de Al Zawiya—, y según los reclusos, sacaron de sus celdas a personas que tenían señales visibles de tortura o heridas graves durante la visita de la organización. Los hombres también denunciaron tratos degradantes y humillantes por parte de las milicias, como afeitarles la cabeza y las cejas como medida de castigo.

Incluso en las prisiones oficiales, dependientes del Ministerio de Justicia, los detenidos denunciaron la imposición de castigos disciplinarios degradantes e inhumanos a quienes incumplían las normas penitenciarias u “ofendían” a los guardias. Los detenidos sometidos a castigo son obligados a correr en el patio, a caminar a gatas, y son golpeados. En algunos casos se les somete al régimen de aislamiento durante periodos prolongados, en condiciones inadecuadas, sin ventilación o sin cama, y se les niegan las visitas de la familia y otros derechos. En un centro de detención, algunos reclusos denunciaron una práctica especialmente cruel, en la que los guardias les despiertan pisándoles en la cara con las botas. Las mujeres no se libran de estos tratos. En una prisión dependiente del Departamento de la Policía Judicial, las reclusas denunciaron a Amnistía Internacional que a veces las sacan al patio y las obligan a permanecer de pie durante horas bajo el sol o en el frío. En algunos casos las ponen cara a la pared y les pegan con la mano en el cuello y la espalda. Una de ellas denunció que le habían arrojado agua fría en el cuerpo. Algunas también denunciaron procedimientos de higiene degradantes a manos de los guardias, que comprueban que las mujeres que no rezan sus oraciones están realmente menstruando o que se afeitan periódicamente el vello púbico y el de las axilas.

La tortura y otros malos tratos no se limitan a las personas acusadas de haber combatido a favor del anterior gobierno o de haberlo apoyado. Los acusados de delitos comunes son sometidos también a abusos similares. Un órgano relativamente nuevo, el Departamento de Lucha contra la Delincuencia, que dice estar bajo la autoridad del Ministerio del Interior e interpreta que su mandato autoproclamado es combatir delitos como el asesinato y el narcotráfico, está implicado en casos recientes de tortura y otros malos tratos. Entre los hechos denunciados figura disparar a las piernas a personas capturadas. Por otra parte, algunos ciudadanos corrientes se aprovechan de la falta de seguridad y la inexistencia de un Estado de derecho para vengarse en casos en los que están involucrados personalmente. Un detenido contó que un miembro de una milicia lo había secuestrado en la calle y después le había propinado una patada en la cara que le rompió cinco dientes, supuestamente por un conflicto personal entre él y su familia política. El detenido lleva más de tres meses recluido sin cargos ni juicio en un centro semioficial.

Aunque aún hay numerosos obstáculos en el camino de la reforma y la situación de los derechos humanos sigue siendo grave, muchos ciudadanos libios corrientes, hartos del poder que ejercen las milicias, están empezando a hablar y tratan de hacer frente a los abusos contra los derechos humanos que perpetran las milicias. Una pequeña manifestación, la primera de este tipo, celebrada en Al Zawiya el 14 de abril bajo el lema “No a la legitimidad de la injusticia”, denunció la tortura en centros de detención a manos de los thuwwar (como se conoce habitualmente a los luchadores revolucionarios). Parece que la época en que estos combatientes eran tratados como héroes intocables y estaban en un pedestal ha terminado, y sus intentos de encubrir los abusos podrían ser señal de que por fin se dan cuenta de que no serán inmunes a la justicia para siempre. En el foro de derechos humanos que se celebra en Trípoli, Amina Mgherbi, directora del Comité de Derechos Humanos de la Asamblea Nacional General, ha declarado hoy que las violaciones que se están cometiendo actualmente no son representativas de los objetivos de la rebelión. El primer ministro Ali Zeidan rechazó tajantemente los intentos de la milicia de imponer la ley por las armas y por la fuerza, y animó a las organizaciones y activistas de derechos humanos a que continúen con sus esfuerzos y su labor.