En un pesquero varado en el mar, a escasos metros de tierra firme y segura, se apelotonaban cerca de 500 mujeres, hombres, niñas y niños. En su mayoría habían huido de Eritrea antes de embarcarse en una peligrosa travesía para escapar de Libia. Bajo un cielo sin luna, un hombre encendió una antorcha artesanal para llamar la atención y, accidentalmente, prendió fuego a un resto de combustible que se había filtrado en el barco. Las personas a bordo, presas del pánico, corrieron hacia el otro lado de la embarcación para alejarse de las llamas, con lo que provocaron que volcara. Frente a la isla italiana de Lampedusa, esa noche —3 de octubre de 2013— murieron al menos 368 personas.
Cuando llegaron los servicios de salvamento, encontraron un mar de cadáveres. Las imágenes de los ataúdes —muchos blancos y minúsculos— dispuestos en líneas en el aeropuerto de Lampedusa conmocionaron al mundo y sacudieron la conciencia de Europa. En uno de los ataúdes había una mujer y su bebé recién nacido, aún unido al cordón umbilical.
Apenas ocho días después, zozobró otra embarcación en alta mar entre Lampedusa y Libia. En esta ocasión, iban a bordo en su mayoría personas refugiadas sirias, muchas de ellas profesionales de la sanidad, que huían del conflicto junto con su familia. De las 268 víctimas, 60 eran niños y niñas, por lo que los medios de comunicación se refirieron a la tragedia como el “naufragio de los niños”. En su desconsuelo, algunos de los padres y madres supervivientes siguieron buscando a sus hijos e hijas durante años.
A su dolor se sumaba el hecho de saber que esas muertes podrían haberse evitado, pues las autoridades italianas habían impedido que un buque de la marina asistiera a las personas a bordo, a fin de evitar su desembarco en suelo italiano. Los retrasos en el rescate propiciaron la muerte de tantas personas.
El ahogamiento de más de 600 personas en cuestión de días en el Mediterráneo central debería haber avergonzado a los Estados miembros de la Unión Europea (UE) y llevarlos a actuar con vistas a evitar futuras pérdidas de vidas humanas. Si bien Italia puso en marcha una operación de salvamento denominada “Mare Nostrum”, ésta sólo duró un año. Después, los esfuerzos de la UE se centraron sobre todo en apoyar a la Guardia Costera Libia para devolver a las personas migrantes y solicitantes de asilo a Libia, donde se enfrentan a detenciones arbitrarias, tortura y violación.
Una década después, la respuesta de la UE a las travesías marítimas sigue caracterizándose por la inacción, la apatía y la hostilidad.
Puesto que no existe una misión marítima dirigida por los Estados miembros y centrada en salvar vidas en el Mediterráneo central, las iniciativas voluntarias de búsqueda y salvamento se ven continuamente obstaculizadas por los gobiernos. No hay acuerdo sobre el lugar en que deben desembarcar las personas supervivientes ni para repartir la responsabilidad de su asistencia entre los Estados miembros de la UE. Además, no se ha hecho ningún esfuerzo real para proporcionar vías seguras y periódicas.
En las últimas semanas han llegado a Lampedusa varios miles de personas, que han desbordado temporalmente las reducidas instalaciones de acogida de la isla. Aunque este año han aumentado las llegadas, las cifras son manejables. Esta situación se debe a la ausencia de una misión de salvamento marítimo proactiva —que permita distribuir a las personas en diferentes puertos— y a la falta de inversión en sistemas de acogida.
Tal como están las cosas, el riesgo de que se produzcan tragedias sigue siendo muy elevado. Al menos 2.093 personas han perdido la vida en el Mediterráneo central este año. En los últimos 10 años, han muerto un mínimo de 22.341 personas sólo en esta ruta, según la Organización Internacional para las Migraciones.
En febrero, fallecieron al menos 94 personas cerca de la playa de Cutro, en el sur de Italia, después de que su embarcación chocara contra un banco de arena y volcara. Está en curso una investigación judicial para determinar las causas del naufragio, pero las autoridades sabían que la embarcación estaba en peligro en aguas bravas y no enviaron guardacostas para rescatar a las personas a bordo.
En junio, un pesquero visiblemente abarrotado, que transportaba a unas 750 personas, permaneció en el mar durante 15 horas sin rescate antes de que se produjera un catastrófico naufragio frente a la costa griega de Pilos. En el siniestro perdieron la vida más de 600 personas, entre ellas un gran número de niños y niñas. Muchas de las personas a bordo procedían de Siria, Pakistán y Egipto, de donde huían para tratar de salvar la vida o de reunirse con sus familiares en Europa. A pesar de que las autoridades griegas lo niegan, quienes sobrevivieron afirman que un barco de la Guardia Costera griega ató un cabo a la embarcación en la que viajaban las personas migrantes y se dispuso a remolcarla, lo que provocó que se balanceara y volcara.
Tanto en estas como en otras situaciones, se podrían haber salvado personas si las autoridades hubieran actuado de acuerdo con sus obligaciones de búsqueda y salvamento y con el deber de proteger la vida y la dignidad de las personas, y si los gobiernos europeos ofrecieran vías seguras y periódicas a las personas que huyen de situaciones desesperadas, para que puedan viajar por medios seguros en lugar de a bordo de embarcaciones abarrotadas e inseguras.
A pesar de las promesas de tomar medidas enérgicas contra las operaciones de contrabando, los líderes y lideresas europeos han fracasado sistemáticamente a la hora de presentar la única medida que garantizaría el desmantelamiento de las actividades de los contrabandistas: proporcionar un número adecuado de visados —incluidos visados humanitarios— para las personas que huyen de la guerra y la persecución y, por tanto, necesitan protección internacional.
En las cumbres de la UE se ha prometido “asociación” y “desarrollo”, en particular con respecto a los Estados africanos, pero en realidad, la financiación se destina cada vez más a programas de control fronterizo, los cuales, lejos de abordar las profundas desigualdades que llevan a las personas a buscar seguridad y oportunidades lejos de su tierra natal, afianzan aún más el vínculo de Europa con los regímenes autoritarios.
Sin embargo, nos consta que cuando existe voluntad política —como en el caso de las personas que huyen de Ucrania—, Europa es capaz de afrontar enormes retos humanitarios y de ofrecer asistencia a millones de mujeres, hombres, niñas y niños con humanidad.
Los fantasmas de las tragedias pasadas siguen ahí para recordarnos las consecuencias de las políticas de exclusión egoístas, inhumanas y racistas. No obstante, tenemos las soluciones al alcance de la mano, si optamos por no darles la espalda.
Matteo de Bellis, investigador sobre Migración y Asilo en Amnistía Internacional
Este artículo fue publicado por primera vez aquí por el EU Observer.