La respuesta de las autoridades a la crisis económica cada vez más profunda no garantizó el derecho a la salud de la población residente, ni siquiera su derecho a la vida durante los momentos de mayor escasez de combustible y medicamentos, pues se retiraron subvenciones sin desplegar un programa de protección social eficaz que ayudara a mitigar el impacto de esas políticas. La impunidad seguía protegiendo a responsables de asesinato, tortura y de la devastadora explosión ocurrida en el puerto de la capital, Beirut, en 2020. Las autoridades utilizaron cargos de terrorismo para procesar a manifestantes de Trípoli que exigían derechos socioeconómicos. La población trabajadora migrante, especialmente las empleadas domésticas, seguía viendo vulnerados sus derechos en virtud del sistema discriminatorio de kafala (patrocinio). Las mujeres continuaban sufriendo discriminación en la legislación y en la práctica. Las autoridades siguieron deportando a personas refugiadas sirias pese a que a su regreso a Siria corrían peligro de sufrir abusos atroces contra los derechos humanos. Seguían sin investigarse las denuncias de tortura de refugiados sirios documentadas desde 2014, ni siquiera cuando se presentaban en los tribunales.
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