La OEA debe condenar las medidas represivas relacionadas con la pandemia

La Organización de Estados Americanos (OEA) se estableció en 1948 con el objetivo de buscar un orden de paz y de justicia, fomentando la solidaridad, robusteciendo la colaboración y defendiendo la soberanía, la integridad territorial y la independencia. Marcada por haber presenciado los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad internacional buscaba consolidar la doctrina de los derechos humanos, como frenos mínimos al actuar estatal.

Ahora enfrentamos a una nueva amenaza global: una pandemia que no respeta fronteras, género, ni clases sociales, y que afecta desproporcionadamente a grupos en situación de vulnerabilidad. Por supuesto que los Estados pueden tomar medidas excepcionales para combatir la crisis sanitaria más grande de nuestros tiempos, pero éstas nunca podrán desconocer la indivisibilidad, el respeto y la garantía de los derechos humanos. Es más, la misma OEA en su resolución “Respuesta de la OEA a la pandemia de COVID19”, ha instruido a sus Estados miembros a hacer frente a la crisis garantizando el pleno respeto de los derechos humanos.

La pandemia de COVID-19 nos confronta a los viejos males de nuestra región. Nuestros sistemas de salud pública están, en su mayoría, insuficientemente dotados de recursos. Las débiles protecciones laborales, el alto porcentaje de personas en trabajo informal y la pobreza son, sin lugar a dudas, un coctel perfecto para profundizar la desigualdad y la discriminación en las Américas. Y como si fuera poco, además hemos visto el empleo de medidas represivas bajo el pretexto de combatir la pandemia.

En El Salvador y la República Dominicana, por ejemplo, se han detenido a miles de personas para hacer cumplir con el confinamiento, configurándose como primera medida en vez de último recurso. En el país caribeño los números se elevarían a aproximadamente 85,000 detenciones, presuntamente por salir sus casas, en muchos casos para conseguir alimentos o lo necesario para vivir el día a día. Asimismo, en El Salvador, Amnistía Internacional ha verificado que muchas de las miles de personas recluidas en los denominados “centros de contención”, fueron detenidas sólo por salir de sus casas para comprar comida o medicamentos.

La pandemia de COVID-19 nos confronta a los viejos males de nuestra región. Nuestros sistemas de salud pública están, en su mayoría, insuficientemente dotados de recursos. Las débiles protecciones laborales, el alto porcentaje de personas en trabajo informal y la pobreza son, sin lugar a dudas, un coctel perfecto para profundizar la desigualdad y la discriminación en las Américas

Las cuarentenas bajo custodia estatal tal como fueron implementadas tienen aristas preocupantes. En El Salvador,Venezuela y Paraguay las personas fueron privadas de libertad por largos periodos de tiempo en centros que eran inadecuados para guardar el distanciamiento físico o no contaban con provisiones adecuadas de refugio, agua y saneamiento. En algunos casos, quienes estuvieron confinados en estos centros no tuvieron acceso a las pruebas de detección temprana de COVID-19, por lo que pudieron haber sufrido privación de su libertad corriendo un alto riesgo de contraer el virus.

Es de especial preocupación la falta de salvaguardas para migrantes retornados a sus países. En Amnistía Internacional hemos verificado cómo personas migrantes retornadas a El Salvador fueron confinadas en un lugar casi a la intemperie mientras una tormenta azotaba el país. Si bien en Paraguay y El Salvador los centros de cuarentena bajo custodia estatal han sido reducidos de forma significativa, en Venezuela las autoridades continúan confinando a miles de personas refugiadas y migrantes que se han quedado sin otra opción que regresar de países como Perú y Colombia.

Los malos tratos también hacen parte del menú para combatir el COVID-19. Hemos verificado videos en los que la policía de Venezuela, Paraguay y la República Dominicana recurrió a castigos humillantes y degradantes en contra de quienes incumplen el confinamiento

También hemos visto el uso ilegitimo de la fuerza. En Venezuela se habría hecho uso excesivo e innecesario de la fuerza para reprimir manifestaciones que reclamaban servicios básicos y alimentos. En El Salvador la Policía Nacional Civil habría golpeado y disparado en contra de personas que habían salido a comprar alimentos, o cuyas labores habían sido consideradas como esenciales, y, por tanto, de libre tránsito en el país.

Todas estas respuestas represivas ante la pandemia tienen algo en común: el silencio del máximo foro multilateral regional. Desde Amnistía Internacional vemos con mucha preocupación esta inacción. Ya en el pasado hemos sido espectadoras de enérgicas discusiones en este foro sobre las graves violaciones de derechos humanos en Venezuela y Nicaragua, pero también hemos observado un silencio lúgubre en violaciones de derechos humanos acaecidas el año pasado como las de Bolivia, Chile, Haití y Honduras.

Todas estas respuestas represivas ante la pandemia tienen algo en común: el silencio del máximo foro multilateral regional

La OEA debe estar para todas las personas que habitamos en este continente, sin distinción. A medida que el COVID-19 avanza en este hemisferio, la OEA no tiene otra opción que jugar un papel protagónico y activar sus mecanismos, evitando que estas medidas represivas se repitan. Que su Consejo Permanente conozca de estas medidas requiere que cualquier Estado miembro o incluso su Secretario General, lo soliciten. Ponerse al servicio de los derechos humanos es una ecuación simple.

Quienes trabajamos en derechos humanos esperamos no tener que ver estos temas en la agenda cuando la OEA celebre su quincuagésima Asamblea General en octubre. Esperamos que, para entonces, la OEA haya hecho una respuesta oportuna y contundente a las medidas represivas para que no se vuelvan a implementar en nuestro continente.

Belissa Guerrero Rivas es coordinadora de incidencia para las Américas de Amnistía Internacional