Hace 25 años, la comunidad internacional presenció sin inmutarse el desarrollo en Ruanda de un genocidio que devastó el país y dejó secuelas duraderas.
Fue un baño de sangre de vecinos contra vecinos que duró 100 días, azuzado por una campaña de demonización de los integrantes de la comunidad tutsi en la que se utilizó la radio para difundir el odio étnico e incitar al asesinato.
Desde el 7 de abril de 1994, fecha en que comenzó el genocidio, hasta que terminaron las masacres, en julio de ese mismo año, unas 800.000 personas murieron asesinadas. Miles de personas fueron torturadas, violadas y sometidas a otras formas de violencia sexual. Las víctimas fueron fundamentalmente personas de etnia tutsi escogidas para su eliminación, así como hutus que se oponían al genocidio y a las fuerzas que lo dirigían.
El genocidio se llevaba planeando mucho tiempo
Aunque el catalizador inmediato de los homicidios fue el aparente derribo del avión del entonces presidente Juvenal Habyarimana cuando sobrevolaba Kigali la noche del 6 de abril, el genocidio se llevaba planeando mucho tiempo.
Durante años, radicales y dirigentes hutus alimentaron las llamas de las tensiones étnicas existentes de una forma muy conocida en todo el mundo, y que consiste en que un grupo de la sociedad convierte a otro en chivo expiatorio. Yendo más allá de la propaganda y la retórica populista, comenzaron a entrenar y a distribuir armas a sus seguidores, incluida la milicia interahamwe.
Durante años, radicales y dirigentes hutus alimentaron las llamas de las tensiones étnicas existentes de una forma muy conocida en todo el mundo, y que consiste en que un grupo de la sociedad convierte a otro en chivo expiatorio.
A pesar de la magnitud de las atrocidades, la comunidad internacional no intervino. A las dos semanas de genocidio, frente a unas pruebas abrumadoras, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una reducción de las tropas de mantenimiento de la paz en Ruanda, en lugar de incrementar los esfuerzos para terminar con las masacres.
Los líderes mundiales sólo hablaron después de que el Frente Patriótico Ruandés se hiciera con el control del país, para decir: “Nunca más”.
Y sin embargo, al hacer balance en este dolorosísimo aniversario, con demasiada frecuencia, mis colegas y yo nos hemos encontrado con la vergonzosa realidad de que el mundo no ha aprendido la lección del genocidio de Ruanda de 1994.
En los 25 años transcurridos desde el genocidio, el mundo ha presenciado incontables crímenes de derecho internacional y violaciones de derechos humanos, a menudo impulsados por las mismas tácticas de exclusión y demonización.
En los 25 años transcurridos desde el genocidio, el mundo ha presenciado incontables crímenes de derecho internacional y violaciones de derechos humanos, a menudo impulsados por las mismas tácticas de exclusión y demonización. Cuando las instituciones nacionales no respetan el Estado de derecho ni los derechos humanos, esperamos que nuestros mecanismos mundiales intervengan, pero éstos a menudo no han sido lo suficientemente fuertes para detener las atrocidades.
En agosto de 2017, el ejército de Myanmar lanzó una despiadada campaña de limpieza étnica contra la población rohingya —mayoritariamente musulmana— en el estado de Rajine, tras décadas de discriminación y persecución promovidas por el Estado. Se incendiaron pueblos hasta reducirlos a cenizas, se violó a mujeres, niños y niñas y se mató a miles de personas, mientras más de 720.000 huían al vecino Bangladesh.
Y el mes pasado, los terribles ataques en dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, nos recordaban el peligro letal que supone permitir que la política de demonización campee a sus anchas.
En este terrible aniversario queremos expresar nuestra solidaridad con las víctimas, sus familiares y todas las personas que sobrevivieron al genocidio, y acompañarlas en su dolor.
Pero también podemos aprender importantes lecciones de esa espantosa tragedia. La respuesta de Nueva Zelanda, tanto a nivel político como comunitario, también nos ha recordado el poder transformador de alzarse colectivamente y negarse a dejarse amedrentar por una ideología de odio.
En este terrible aniversario queremos expresar nuestra solidaridad con las víctimas y sobrevivientes del genocidio, y acompañarlas en su dolor.
Sin embargo, si queremos honrar realmente la memoria de las personas que murieron en el genocidio de Ruanda, debemos hacer que nuestros dirigentes respondan y se aseguren de aplicar —tanto en su discurso político nacional como en sus compromisos internacionales— la lección que aprendimos por no detener el genocidio. Debemos exigir el fin de la política creadora de antagonismos del “nosotros frente a ellos”.
“Nunca más” debe querer decir realmente nunca más.