Tiroteo en Sahiwal: La podredumbre llega hasta las raíces más profundas

Desde que tengo uso de razón, he escuchado cientos de veces que Pakistán debe cambiar.

Debemos cambiar el gobierno, las leyes, los políticos, la economía, nuestras políticas e, incluso, debemos cambiar nosotros mismos.

El reclamo de cambio se intensifica cuando algo terrible sucede. Nunca más, nos decimos. Las cosas deben cambiar, clamamos. Y los líderes no tardan en hacerse eco de este sentimiento.

El cambio, no obstante, es pasajero.

El 21 de enero, el Departamento de Lucha contra el Terrorismo de Punyab tiroteó un automóvil en el que viajaba una familia, lo que provocó la muerte de la pareja, su hija adolescente y su vecino.

El suceso de Sahiwal fue descrito como una tragedia, un enfrentamiento, un tiroteo, un asesinato, una debacle, pero jamás como una aberración.

Desde hace ya mucho tiempo las fuerzas encargadas de hacer cumplir la ley en Pakistán se valen de ejecuciones extrajudiciales, es decir, homicidios que se perpetran en forma ilegítima y deliberada por orden de un gobierno o con su complicidad o consentimiento.

Cuando el sistema no funciona, las fuerzas del orden, simplemente, actúan al margen de él.

El incentivo para hacerlo es fuerte porque, en esta zona gris, no hay normas ni consecuencias y, tanto el Departamento de Lucha contra el Terrorismo, como Rao Anwar, el ya fallecido Chaudhry Aslam, la policía de Punyab y otras instituciones parecen habitar todos juntos en ella.

La Comisión de Derechos Humanos de Pakistán ha registrado 60 “enfrentamientos” con la policía en el transcurso del periodo de doce meses previo al 21 de enero de 2018. Esto equivale, como mínimo, a una ejecución extrajudicial por semana. Y estas cifras se refieren, únicamente, a los casos de público conocimiento, por lo que, probablemente, el número real sea aún mayor.

Hallarán formas de justificarlo: que se trataba de un delincuente “reincidente” que merecía terminar así, que la falta de pruebas para condenar a alguien no debería impedir su castigo; incluso aunque el blanco sea un niño, como en el caso de la matanza de Sahiwal.

No obstante, a pesar de mostrarse categóricos al administrar su idea de “justicia”, ninguno ha estado dispuesto a defenderla ante un tribunal. Sigue prevaleciendo una cultura generalizada de impunidad para los encargados de hacer cumplir la ley, que son quienes menos la respetan.

La policía investiga a la policía para no castigarla nunca. En el período que siguió al tiroteo, el Departamento de Lucha contra el Terrorismo tuvo el descaro de anunciar que había recuperado un depósito de armas y explosivos de un grupo de “terroristas”.

Mintieron. Y si no fuera por un niño que contó la verdad sobre lo que presenció, probablemente, se hubiesen salido con la suya.

Tal vez, el problema estriba en que los organismos encargados de hacer cumplir la ley no creen estar obrando mal. Parecería que lo único que les indica lo contrario es una indignación pública selectiva.

No hay condenas ni responsables, solo suspensiones provisorias, conferencias de prensa y más y más Equipos de Investigación Judicial. Y, si hay mucho ruido, quizás un tuit del primer ministro.

Cuando se trata de cambiar un sistema que permite que de forma habitual se perpetren ejecuciones extrajudiciales, es difícil saber por dónde empezar. La podredumbre llega hasta las raíces más profundas.

Que los agentes de policía se tomen la justicia por su mano demuestra su poca confianza en las manos que firman las sentencias. Que los jueces no puedan condenar a los delincuentes por falta de pruebas deja ver las consecuencias de una fuerza policial escasa de recursos y de fondos.

Que a los acusados los maten sin siquiera haber visto una orden de arresto —y aún menos un juzgado— es el claro síntoma de un sistema profundamente quebrantado.

Cada caso de “enfrentamiento con la policía” debilita el sistema y amenaza con doblegarlo por completo bajo el peso de la injusticia que, tristemente, ha llegado a caracterizarlo.

Los asesinatos de Khalil, Nabila y su hija Areeba deberían encender una llama que avive nuestro clamor por una reforma de la justicia y las fuerzas policiales.

Entre los ramos de flores entregados a los niños traumatizados y las amenazas telefónicas falsas a los abogados de la familia de las víctimas, tampoco nadie parece saber por dónde empezar con este caso.

Si no se estuviese escribiendo sobre los cadáveres de cuatro inocentes —incluido un niño— esta historia parecería el guion de una farsa.

Los familiares de las víctimas, ahora, son arrastrados de aquí para allá, de sus hogares a las oficinas del gobierno, obligados a comparecer ante este o aquel comité y a recibir llamadas de tal o cual funcionario.

Se ven obligados a colaborar con el mismo gobierno que mató a los suyos, un gobierno profundamente interesado en que el caso se olvide, un gobierno que privilegia su poder por encima de la verdad.

El hermano de Khalil ha solicitado que su caso se juzgue ante un tribunal militar. Probablemente, su petición se deba a su desconfianza en los tribunales civiles y, en muchos sentidos, no se le puede reprochar.

Con más de 40.000 casos pendientes ante el Tribunal Supremo, largos procesos de apelación y un sistema que favorece a los ricos y solo castiga a los pobres, resta mucho por hacer para recuperar esa confianza.

Desafortunadamente, los tribunales militares responden a un diseño cuyo objetivo esencial es garantizar que no se sigan las normas de un juicio justo. Y, si este caso, finalmente, se somete a un tribunal militar, sabemos con certeza que el resultado no cumplirá el propósito de impartir justicia penal.

La verdad sobre lo que sucedió en Sahiwal debe salir a la luz. Y, como aprendimos de la claridad moral de un niño de 13 años, a veces, es lo único que se escucha. Incluso bajo una lluvia de balas o en medio del clamor popular que reclama un cambio.

Rimmel Mohydin, responsable de campañas de Amnistía Internacional para Asia meridional.