Si se pregunta en Google Maps cómo llegar de la ciudad vieja de Jerusalén a Issawiya, barrio palestino situado en la parte oriental ocupada de la ciudad, la aplicación nos dirá que se tardan 14 minutos en automóvil. Hay que ir por la carretera que pasa bajo las murallas antiguas, subir dejando atrás la Universidad Hebrea, bajar por la prolongada curva que desciende desde la Colina Francesa y ya llegamos.
Como pude comprobar el pasado sábado por la mañana, el itinerario no es tan sencillo. La carretera que va desde la Colina Francesa estaba cortada por seis bloques de hormigón y no se permitía el tránsito de vehículos. Los automóviles y los autobuses procedentes de Issawiya dejaban a la gente que iba a trabajar al otro lado del bloqueo; desde allí, los pasajeros continuaban a pie. Agentes de policía con fusiles de asalto cruzados al pecho dirigían el control de seguridad, llamando a los palestinos para registrarlos uno por uno. Google aún no está al corriente de cómo se entra o se sale hoy de Issawiya.
Jerusalén ha sido el epicentro de la última oleada de violencia que ha sacudido Israel y los Territorios Palestinos Ocupados. Ha habido enfrentamientos casi diarios entre la policía israelí y palestinos que arrojan piedras desde que el año pasado murió Muhammad Abu Khdeir, el chico de 16 años secuestrado y asesinado en represalia por la muerte de tres adolescentes israelíes ocurrida en junio de 2014 (que acabó desencadenando el conflicto del año pasado en Gaza).
Pero desde principios de octubre ha aumentado drásticamente el número de palestinos que atacan a civiles, policías y soldados israelíes apuñalándolos o disparándoles. Las fuerzas israelíes han respondido matando a disparos a muchos de esos atacantes, en algunos casos empleando deliberadamente fuerza letal cuando no era necesario. Las autoridades israelíes también han endurecido las medidas de seguridad en respuesta a estos ataques.
El gobierno israelí tiene el deber de adoptar medidas proporcionadas de seguridad y de otra índole para proteger a la población. Sin embargo, lo que vi el sábado era desproporcionado y, básicamente, un intento de castigar en general a la población civil palestina por los ataques de unos pocos.
Al bajar a pie por la colina oía cada vez más las bocinas de los vehículos. Una larga fila de autos, furgonetas y autobuses se extendía centenares de metros hacia la única salida del barrio que queda abierta a los vehículos.
Pregunté a varios conductores a dónde se dirigían y cuánto tiempo llevaban esperando. Oí la misma historia repetida una y otra vez. Una mujer que ya llevaba media hora de retraso para su cita médica y no estaba segura de cuándo llegaría ni de si podrían atenderla. Un arquitecto que intentaba llegar al trabajo. Otra mujer que tenía que ir al dentista. Todos llevaban retenidos casi una hora.
Al pie de la colina, la policía registraba meticulosamente todos los vehículos, uno por uno. La tensión se mascaba en el aire, y los líderes comunitarios trabajaban para ordenar el tráfico e impedir que jóvenes furiosos se encarasen con la policía. Hubo un momento en que un policía empezó a gritarme en hebreo, me persiguió carretera arriba y me lanzó una granada ensordecedora a los pies.
En el principio de la cola, la gente llevaba dos horas esperando. Cécile, ciudadana francesa casada con un palestino de Jerusalén, venía de Ras al Amoud a Issawiya para dejar a su hijo de dos años con su familia política. El viaje de regreso suele llevar 10 minutos. “Estoy embarazada de cinco meses”, me explicaba, “y en los últimos cinco días no he podido ir a trabajar por culpa de los enfrentamientos y los bloqueos. Tengo miedo de que el gas lacrimógeno afecte al bebé”.
Una y otra vez me contaban cómo las personas perdían oportunidades de negocio y se les negaba el acceso a servicios básicos con los controles de seguridad. Más de 60 estudiantes discapacitados que van a un colegio para alumnos con necesidades especiales quedaron atrapados en el atasco, sentados durante horas bajo el sol de mediodía y en temperaturas que rondaban los 32 grados centígrados.
Al parecer, para Huda Muhammad Darwish, de 65 años, la espera tuvo consecuencias trágicas. La madrugada del lunes se certificó su muerte; había ingresado en el hospital por por dificultades respiratorias. Sus familiares habían intentado llevarla rápidamente a urgencias, pero permanecieron retenidos unos 30 minutos en el control de seguridad, según medios de comunicación locales.
Estos bloqueos y cortes de carretera son discriminatorios e ilegales, pues vulneran las obligaciones contraídas por Israel en virtud del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. No se pueden justificar en nombre de la seguridad ni las restricciones arbitrarias a la libertad de circulación ni otras violaciones de derechos humanos.
Lo que vi en Issawiya fue un castigo colectivo a miles de personas; no hay otra forma de describirlo.
Jacob Burns es auxiliar de investigación y acción de Amnistía Internacional sobre Israel y Palestina.
Este artículo se publicó originalmente en Global Post.