La ciudad dividida de Deir Ezzour, microcosmos del amargo conflicto sirio

Por Donatella Rovera, investigadora experta de Amnistía Internacional sobre la respuesta a la crisisSe ha publicado una versión diferente de este artículo en https://www.newstatesman.comCuando se cierne la amenaza de intervención militar por un  ataque presuntamente realizado con armas químicas cerca de Damasco, en un remoto paraje de Siria, la localidad de Deir Ezzour nos permite hacernos una idea del sufrimiento de los ciudadanos corrientes sirios. Próspero eje de la industria petrolera siria en otro tiempo, hoy Deir Ezzour es un funesto microcosmos del conflicto sirio. La ciudad, situada unos 450 kilómetros al noreste de la capital a orillas del río Éufrates, está dividida. Una mitad está bajo el control de las fuerzas gubernamentales sirias, y la otra está en manos de combatientes armados de la oposición, quienes también controlan gran parte de las zonas circundantes hasta llegar a la frontera con Irak. Muy pocos pueden llegar hasta este lugar remoto y aislado de Siria. Ninguna organización de derechos humanos ha podido visitar la localidad, sólo un puñado de periodistas. La parte de la ciudad controlada por la oposición es la única a la que tengo acceso, ya que el gobierno sirio ha prohibido a Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos el acceso a las zonas del país bajo su control. Un silencio inquietante reina en las calles y gran parte de la ciudad está en ruinas. Muchos residentes han huido. Las estructuras huecas de edificios incendiados y bombardeados que flanquean las calles dan testimonio de los implacables ataques aéreos y bombardeos de artillería, mortero y tanques de las fuerzas del presidente Bachar el Asad.El único modo de entrar o salir de Deir Ezzour es cruzar un puente que está constantemente expuesto a los disparos de francotiradores de las fuerzas gubernamentales. No es sorprendente que haya poco tráfico. Unos cuantos taxis van y vienen transportando residentes a velocidad de vértigo para esquivar las balas.A quienes se atreven a cruzar los matan o hieren en el intento, civiles y combatientes por igual. A las dos horas de mi llegada a la ciudad, estoy en un hospital local donde la realidad de ese riesgo se hace patente. Ha ingresado un joven al que han disparado cuando cruzaba el puente, y lo han declarado muerto casi en el acto. No tenía ninguna posibilidad de sobrevivir; una bala de gran calibre le había abierto un boquete en la cabeza. Todas las personas con las que me reúno han perdido a familiares y amigos, a muchos de ellos en los constantes bombardeos indiscriminados, y a otros en ejecuciones sumarias. Abd al Wahed Hantush, bombero de 38 años, perdió a seis miembros de su familia en octubre de 2012. Intentaban volver desde una zona controlada por el gobierno en el otro extremo de la ciudad cuando su automóvil sufrió un ataque en el que perdieron la vida su madre, su esposa y dos hijos. En el ataque también resultaron muertos su hermano y su cuñada, además de varias decenas de civiles.“Habían ido a visitar a mi hermana en el distrito de Al Jura, controlado por las fuerzas gubernamentales –me contó Abd al Wahed–. No podían volver por otro camino que no fuera cruzando las colinas del extrarradio de la ciudad. Suele haber soldados del gobierno en esa zona, pero era el único camino.”No lo consiguieron. Al día siguiente aparecieron sus cadáveres masacrados y medio quemados. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando me enseña fotografías de su hija de cinco años, Sham, y su hijo de tres, Abderrahman, en el teléfono móvil. “Eran lo único que tenía; lo he perdido todo”, dijo. Abd al Wahed tiene cortes y quemaduras en el rostro, el cuello, el pecho y los brazos. Cuatro días antes había acudido a sofocar un incendio en una casa alcanzada por un cohete. “Cuando llegué cayó otro proyectil y estalló muy cerca de donde me encontraba”, explica. Tiene suerte de haber salido con heridas relativamente leves. Poco después impactaron otros dos cohetes en la zona. Cohetes y bombas machacan la ciudad día y noche, destrozando bloques residenciales o impactando en las calles. Los civiles que quedan en la ciudad no pueden hacer mucho por ponerse a salvo. El atronador sonido de la artillería entrante marca las noches; de vez en cuando, los proyectiles salientes, lanzados con mortero por los grupos armados de oposición, retumban en toda la ciudad. Por todas partes hay fragmentos desperdigados de los cohetes Grad disparados por las fuerzas gubernamentales desde una colina cercana a la ciudad. Visito a una familia con dos hijos de corta edad que ahora viven en la tienda de su propiedad, situada en el sótano de un edificio. “Hay bombardeos todo el tiempo, pero a veces es insoportable. La semana del 23 de mayo no dieron tregua. Cargas de 12 cohetes caían en rápida sucesión. Los bombardeos continuaron a ese ritmo durante dos semanas; no se podía salir, ni a por pan –explicó el padre de los niños–. Evitamos salir en lo posible; aquí estamos algo más protegidos.” Pocas familias tienen un sótano en el que refugiarse. Un parque infantil situado en un extremo de la ciudad se ha transformado en cementerio. Sus columpios de colores, ahora en desuso porque los niños tienen que estar permanentemente a cubierto debido a los incesantes bombardeos, están rodeados de lápidas. Algunas tumbas pertenecen a niños que antes jugaban allí. En un extremo del parque abandonado hay una tumba especialmente cuidada. Es la de Ahmad Karjusli, de 11 años, muerto el 19 de octubre de 2012. Los residentes me cuentan que la madre del niño pasa todas las tardes junto a la tumba. Ese mismo día la encuentro allí, sola y llorando. Suena música religiosa en su teléfono móvil, que ha dejado sobre el montículo de tierra.“Sólo he tenido dos hijos, y Ahmad era el menor, mi pequeño –me cuenta–. Era un niño tan bueno. Mi vida está vacía sin él. ¿Por qué me lo han quitado? No soporto este dolor.”Me enseña fotografías de él en su teléfono móvil; tiene un gran parecido a su madre. Ahmad estaba de pie junto a la puerta de su casa con un vecino de cuatro años, Abderrahman Rayyash, cuando una bomba impactó en la calle y los mató a los dos.La tragedia que ha supuesto el conflicto sirio para la vida cotidiana de los habitantes de Deir Ezzour se hace evidente por todas partes. No se han librado ni los centros médicos de la ciudad. Se han instalado hospitales de campaña en lugares secretos para protegerlos de los ataques de las fuerzas gubernamentales. Durante una visita a un hospital modesto y escaso de recursos conozco a Ahmad, de 30 años y padre de tres hijos de corta edad, que tiene parálisis de cintura para abajo. “Salí a comprar leche y otras cosas para los niños y cayó una bomba cerca de mí en la calle, en la zona de Jbala”, cuenta.Tiene fracturada la columna vertebral por seis sitios. Todavía no lo sabe, pero el médico me ha dicho que seguramente no volverá a caminar.“Hubo una gran explosión, y una mujer que estaba a mi lado cayó muerta en el sitio. Soy civil, no combatiente –dice Ahmad–. Yo era mecánico, pero llevo un año sin trabajo. No puedo mantener a mi familia.” En el mismo hospital, otro médico me habla de las numerosas víctimas de bombardeos que ha tratado, y de las que no pudo salvar. Entre ellas estaban sus sobrinos: Nour, una niña de 13 años, y su hermano Omar, de 15: “Dos bombas impactaron en la habitación donde dormían y los mataron a los dos.” Además de los continuos bombardeos indiscriminados, la población civil de Deir Ezzour también ha sufrido ataques directos. Según me cuentan testigos, las fuerzas gubernamentales ejecutaron sumariamente a decenas de residentes de los distritos de Al Jura y Al Qusur el pasado septiembre, cuando tomaron el control de esas zonas de la ciudad y expulsaron de ellas a los combatientes armados de la oposición. Hicieron redadas en las calles y sacaron de sus casas a los residentes –mujeres y niños incluidos– y los mataron.    Al salir de Deir Ezzour me dirijo a la localidad de Hatla para investigar un episodio de violencia sectaria en el que se cometió una matanza de civiles en junio.La mayoría de las víctimas eran chiíes, comunidad musulmana muy minoritaria en esta localidad donde predomina la suní. Entre los muertos había civiles que no participaban en el conflicto, incluidos menores de edad. Tras el suceso se publicaron vídeos en Internet en los que combatientes armados de la oposición se referían a las víctimas como simpatizantes del presidente Bachar el Asad. Las llamaban “perros chiíes” y otros términos despectivos. Hoy ya no quedan musulmanes chiíes en Hatla. Huyeron todos a las zonas controladas por el gobierno después de la masacre. Pero las pruebas hablan por sí mismas. Cada una de sus casas, situadas en distintas partes de la ciudad, fueron saqueadas y a continuación destruidas con explosivos. La mezquita chií fue igualmente destruida. Los vecinos me cuentan que inmediatamente después de los enfrentamientos armados se iniciaron los saqueos y se incendiaron algunas casas. En efecto, no hay rastro de muebles entre los escombros, sólo algunas prendas de ropa y juguetes infantiles. La víspera de mi vista, combatientes armados de la oposición habían regresado a la localidad y volado todas las casas.Algunos residentes se niegan a hablar conmigo de ello, pero quienes sí lo hacen condenan estos actos calificándolos de vandalismo y destrucción gratuitos. Uno me cuenta que muchos de los hombres de la comunidad chií colaboraron con el ejército en la planificación de ataques y emboscadas a las fuerzas de la oposición. Pero me dice que de todas formas él condena la destrucción de las casas de sus vecinos chiíes.Algunos residentes echan la culpa de los enfrentamientos y la destrucción a “extremistas y yihadistas extranjeros” que intentan generar conflicto en la zona. “Siempre hemos vivido en paz como buenos vecinos. ¿A qué viene esto ahora? Es un gran error”, afirma un residente. Otro vecino me cuenta que el dirigente de un grupo armado de oposición que había resultado herido en los enfrentamientos del 11 de junio había muerto la víspera a causa de las lesiones sufridas, y que sus combatientes se habían presentado en el pueblo y habían volado las casas de los residentes chiíes para vengar su muerte. Es imposible saber con exactitud lo sucedido el 11 de junio. Lo que parece claro es que hubo muertes en ambos bandos causadas por los enfrentamientos armados, y que se mató deliberadamente a civiles pertenecientes a la comunidad chií. Me cuentan los residentes que entre las víctimas civiles había tres ancianos que, al parecer, habían intentado mediar entre los bandos enfrentados, y al menos una mujer y sus dos hijos.Varios kilómetros al oeste de Hatla está el pueblo de Al Sawa; allí encuentro los restos de otros tres lugares sagrados chiíes que también han volado los combatientes armados hace unos 10 días. De nuevo, los residentes atribuyen los ataques a “islamistas radicales”. Estos ataques parecen dirigidos a transmitir un mensaje claro a los chiíes desplazados que ahora residen en la zona: no pueden regresar.Como ocurre con tanta frecuencia en el conflicto sirio, es la población civil la que sufre las peores consecuencias de la espiral de violencia. En Deir Ezzour, como en otras partes, el sufrimiento además está insensibilizando a la población civil, que se siente cada vez más abandonada por el resto del mundo. Cuando conté a residentes de Deir Ezzour que mi intención era investigar lo sucedido en Hatla, algunos manifestaron su desaprobación y otros intentaron disuadirme de ir allí. Muchos demostraban a las claras su indiferencia por la difícil situación de sus vecinos chiíes, y a otros les preocupaba que pudiera descubrir algo que empañara la imagen de la sublevación siria. El dolor, la pérdida y la indignación pueden volver a las personas ciegas o indiferentes al sufrimiento de los demás. Es algo que he comprobado con demasiada frecuencia en los numerosos conflictos y guerras sobre los que he trabajado todos estos años, y Siria no es diferente. Cuanto más se prolongue un conflicto donde la brutalidad va en aumento, peores serán los daños en la estructura misma de la sociedad siria y más tardarán en cerrarse las heridas del conflicto. Por eso es más censurable si cabe la inacción de la comunidad internacional. Si los dirigentes mundiales hubieran tenido la voluntad política de superar sus divisiones y hubieran presionado antes a las partes enfrentadas en este conflicto para que resolvieran la crisis, se habrían salvado miles de vidas. Ahora es tal la gravedad de la crisis en Siria que resulta infinitamente más difícil abordarla. Pero mirar hacia otro lado no es la solución. Si el Consejo de Seguridad de la ONU remite la situación de Siria a la Corte Penal Internacional, estará transmitiendo un mensaje contundente a todos los que cometen crímenes de guerra en uno y otro bando del conflicto, gobierno y oposición por igual. Es posible que muchos decidan actuar de otro modo si ven como una posibilidad real su procesamiento por esos crímenes.