El tortuoso camino hacia la paz en República Centroafricana

Es una niña de cuatro años y está llena de vida. Como todos la su edad, Carine* siente curiosidad por su entorno; intenta escapar del regazo de su madre y agarra todo lo que la rodea. Mira mi teléfono y me dirige una sonrisa que interpreto como una silenciosa súplica. Por un momento casi me olvido de que estamos en Bangui, capital de República Centroafricana. Hace demasiado calor para esta época del año.

Hay un corte eléctrico, y estoy en una habitación sofocante con la joven madre de Carine. Sentadas una frente a la otra, no nos atrevemos a empezar la conversación real, así que durante un tiempo nos centramos en la niña. Parece muy sana, aparte de una leve tos probablemente causada por el polvo y la sequedad del aire.

Su madre me dice que la niña está bien y me enseña una cartilla de salud. El historial de la terapia antirretroviral de ambas está claramente detallado y actualizado. Madre e hija son seropositivas.

Su madre me dice que la niña está bien y me enseña una cartilla de salud. El historial de la terapia antirretroviral de ambas está claramente detallado y actualizado. Madre e hija son seropositivas. Ajena a la tragedia de desembocó en su nacimiento, la niña me mira mientras leo la cartilla. Le devuelvo la mirada. Ella sonríe. Una sonrisa espontánea y pura que sólo se puede ofrecer a esa edad. ¿Conoce ella la historia, su historia?

República Centroafricana es, sin duda, uno de los países más ricos de África, bendecido con grandes extensiones de terreno cultivable que podrían alimentar de sobra a sus cuatro millones de habitantes. Una tierra fértil, rica en yacimientos minerales y otros recursos, como reservas de uranio, petróleo, oro, diamantes, cobalto, madera… de todo. Vegetación frondosa, bosques, ríos, una rica fauna y hasta una capital que parece haber sido cuidadosamente colocada en medio de un verde oasis.

Este lugar podría estar entre las maravillas del continente. Sin embargo, el corazón de África** se asocia a una inestabilidad permanente que se ha cobrado miles de vidas. Una larga trayectoria de golpes militares y conflictos fomentados por una cultura de impunidad —incluidas amnistías a personas acusadas de cometer graves violaciones de derechos humanos— que ha perpetuado el círculo vicioso de violencia.

El conflicto más reciente estalló en marzo de 2013, cuando la coalición armada Seleka, formada mayoritariamente por musulmanes de República Centroafricana y otros países vecinos, derrocó el gobierno del presidente François Bozizé mediante un golpe de Estado. La reacción inmediata fue la formación de un conjunto de milicias de autodefensa llamado “antibalaka”, integradas principalmente por animistas y cristianos. Ambos bandos cometieron graves abusos contra los derechos humanos y crímenes de derecho internacional.

En diciembre de 2013, mientras la mayor parte del mundo se preparaba para la temporada de vacaciones y miraba hacia otra parte, en República Centroafricana se libraban combates encarnizados entre ambos grupos, y los choques armados llegaron pronto a la capital, Bangui, donde casi 1.000 civiles fueron asesinados. “Fui en coche hasta la ciudad y había cadáveres por todas partes en las calles”, me dijo un testigo; la ciudad parecía un cementerio a cielo abierto. Entre otras atrocidades, la violación y otras formas de violencia sexual se utilizaron de manera casi sistemática y en escala masiva durante el conflicto.

Varios hombres armados saquearon la vivienda y la violaron despiadadamente. Más tarde descubrió tanto su condición seropositiva como su embarazo, y dio a luz un bebé también infectado por el VIH.

La madre de Carine era una mujer joven que vivía en uno de los barrios más afectados por el conflicto. La tragedia desatada en las calles pronto llamó a la puerta de la casa que ella compartía con su madre y sus sobrinos. Varios hombres armados saquearon la vivienda y la violaron despiadadamente. Más tarde descubrió tanto su condición seropositiva como su embarazo, y dio a luz un bebé también infectado por el VIH.

Cuando llegué a Bangui, casi cinco años después de los trágicos hechos que cambiaron la vida de la joven, hay algo en el aire que es prácticamente imposible definir, de manera objetiva. Tal vez sea la indignante sensación de que el país tiene todo el potencial para ser mejor y haber llegado más lejos de donde está hoy. Ya empiezas a notarlo en el aeropuerto, al ver la cantidad de aviones humanitarios… ¿Cómo es posible que se necesite el Programa Mundial de Alimentos en un país que, en teoría, puede alimentar a más personas de las que lo habitan?

Esperanza renovadaDurante la visita de investigación de Amnistía Internacional a República Centroafricana en noviembre de 2018, había algo en ciernes, una esperanza renovada. El Tribunal Penal Especial para República Centroafricana acababa de celebrar su sesión inaugural el 22 de octubre, tres años después de su establecimiento oficial en junio de 2015.

El Tribunal Penal Especial es un tribunal híbrido con jurisdicción sobre graves violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario cometidas desde 2003. Aún está pendiente de definir su estrategia de investigación y procesamientos, pero el anuncio oficial de que el Tribunal ya está listo para iniciar investigaciones y recopilar denuncias fue un gran alivio para las víctimas en República Centroafricana.

A ese sentimiento de optimismo se sumaba que, a principios de este año, se habían reanudado los procesos penales en la jurisdicción nacional —el primero, pendiente desde 2016— y, con la sentencia condenatoria impuesta al miembro de las fuerzas antibalaka Rodrigue Ngaibona, alias “general Andjilo”, ya se había transmitido un mensaje contundente.

Y también, como si hubieran empezado a alinearse las estrellas del cielo judicial, Alfred Yekatom (alias “Rambo”), otro ex integrante de las fuerzas antibalaka, fue remitido a la Corte Penal Internacional, en La Haya, el 17 de noviembre. Las víctimas en la República Centroafricana, sobre todo las mujeres, necesitaban un estímulo así después de la absolución de Jean-Pierre Bemba en junio. “Es el karma —nos dijo un joven—, la sangre de sus víctimas exige que se haga justicia.”

La esperanza puede ser irracional, pero necesita hechos concretos a los que aferrarse. Con la reanudación de la violencia en Alindao, en el centro del país, y en el barrio PK5 de Bangui, ahora más que nunca todos los ojos están puestos en el sistema judicial. Las autoridades centroafricanas, sus socios internacionales y el poder judicial —nacional, híbrido e internacional— tienen una oportunidad única para transmitir dos mensajes importantes: a los perpetradores, que nadie está por encima de la ley, y a las víctimas, que su clamor por la justicia ha sido escuchado.

Después de casi cinco años, no debe obligarse a las víctimas del conflicto de la República Centroafricana a seguir esperando que se haga justicia.

La impunidad es terreno abonado para la perpetuación de la violencia. Muchos en Bangui han intentado moderar las elevadas expectativas señalando que “el sistema judicial no puede resolverlo todo”. Es verdad. Sin duda no puede resolverlo todo; seguramente nunca llegue a reparar plenamente las vidas ni a restituir todo lo perdido. La justicia no borrará el hecho mismo de que Carine esté aquí, siendo seropositiva y necesitando cuidados el resto de su vida. Pero, cuando sea adolescente y, más tarde, una mujer luchando contra el estigma de las circunstancias que rodearon su nacimiento, no aceptará sin más la impunidad.

Después de casi cinco años, no debe obligarse a las víctimas del conflicto de la República Centroafricana a seguir esperando que se haga justicia. La República Centroafricana está en una encrucijada: ha llegado el momento de que se haga justicia y se obligue a los perpetradores a responder penalmente de los numerosos crímenes cometidos durante el conflicto. Es hora de que las víctimas tengan la oportunidad de iniciar el viaje íntimo y personal hacia la curación y la paz interior. Debe hacerse justicia. Es una de las condiciones para que el corazón de África pueda latir en paz, al fin.